Mar 29.07.2003

ESPECTáCULOS

Los oscuros secretos de la aristocracia porteña

› Por Cecilia Hopkins

A su amistad con Florencio Sánchez debió el santafesino José González Castillo su iniciación como dramaturgo. Ambos eran periodistas, trabajaban en el mismo diario de Rosario y compartieron amistades del ambiente teatral. Los hermanos Podestá estrenaron en 1907 su primera obra, un sainete de costumbres. Ocho años después, González Castillo –padre del letrista de tangos Cátulo Castillo– fue víctima de la censura, en un resonante episodio que impulsó protestas por parte de actores y público en general: luego de una semana de funciones, su drama Los invertidos fue prohibido a causa de supuestos contenidos inmorales por el propio intendente de la ciudad, actitud que más tarde tuvo que rever. Es que los temas que abordaron sus obras fueron siempre polémicos, entre otros el divorcio vincular –y la falta de una ley al respecto– (asunto de La mujer de Ulises), la homosexualidad (en la mencionada Los invertidos) y la maternidad por fuera del matrimonio (en El hijo de Agar).
Estrenada en 1922 en el Teatro Liceo en colaboración con Federico Maertens, La zarza ardiendo fue enseguida clasificada dentro de los lineamientos del teatro de ideas, “un drama de almas atormentadas escrito por una vigorosa pluma”, según destacó un crítico de la época. El título de bíblicas resonancias hace referencia a la pasión que se enciende entre un padre y su hijastra en medio de un sospechoso caso de suicidio. La obra, que había sido llevada a escena hace seis años en el Rojas, bajo la dirección de Roman Podolsky, se presenta ahora en el Cervantes. A diferencia de aquella puesta de cámara, el director Raúl Brambilla ubica el drama en un contexto monumental, dado el discurso grandilocuente que resuma el palacete de la familia Morales, obra de Marcelo Pont Vergés, una estructura aristocrática que ve despejarse sus ventanales a medida que la pareja va asimilando la idea de revelar su vínculo al mundo.
La muerte de la esposa de Gustavo Morales (Antonio Grimau) –una mujer de fortuna 11 años mayor que su marido y con una hija– hubiese pasado medianamente desapercibida si no fuera por la porfiada intervención del médico de la familia (Jorge Rivera López), quien indaga sobre las causas del deceso hasta descubrir que se trató de un suicidio. Así, el sesgo policial, casi folletinesco de la trama va revelándose en parte a pesar de los personajes mismos, manipulados en gran medida por el autoritario galeno que asume un rol directivo dentro de la casa, ordenando entradas y salidas, previendo planes para el futuro de cada uno, con tal de impedir una unión escandalosa.
El riesgo mayor que entraña La zarza... es, sin dudas, el apostar a un teatro que prácticamente ya desapareció de los escenarios porteños. Tanto la puesta como la dirección de actores de Brambilla es completamente solidaria con el texto (el cual no puede disimular los años que lleva escrito) de modo que el conjunto mantiene su ceremoniosa dignidad sin dejar espacios para la ironía o la parodia. Si vira hacia el humor el dúo de chismosas –dos personajes que no fueron bien recibidos por la crítica cuando se estrenó la obra– es porque el autor tenía previsto un momento de distensión en cada una de sus intervenciones. Por su parte, Grimau acierta en el arriesgado trance de guiar a su personaje –y a su enamorada, aunque no se sepa con qué resultados– hacia un territorio libre de remordimientos e imperativos sociales.

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