ESPECTáCULOS
› “MARTIN LE YERRO FIERO”, VERSION LIBRE DEL CLASICO GAUCHESCO
A este Fierro le dan con un caño
En la irreverente puesta de Carlos Groba, actores-titiriteros traducen en clave cómica el dramatismo de la obra de José Hernández, sin desdibujar su esencia.
› Por Silvina Friera
Las penurias de la existencia del gaucho, llena de peligros, inseguridades y agitaciones constantes fueron retratadas con perspicacia por José Hernández en El gaucho Martín Fierro. En la versión libre de la primera parte del poema, la dramaturga Graciela Bilbao (ganadora del segundo premio del concurso nacional de teatro infantil del INT con El árbol, la luna y el niño con sombrero), sin desdibujar la esencia de la obra, le confiere un relieve cómico a una historia trágica. Para establecer una conexión apropiada con el imaginario infantil, desplaza la aridez del lenguaje gauchesco hacia un registro coloquial y se atreve a profanar la sacralización del payador inculto. Aunque concuerda en forma lineal y cronológica con el original, la escritura –moldeada en el mismo trabajo de la puesta– circula por dos senderos paralelos que se unen en un punto del infinito: la pieza de Hernández y las dificultades que padece una compañía de actores y títeres (escasa en recursos, pero de una prodigiosa imaginación) mientras la representan. En la irreverente puesta de Martín le yerró fiero, que cuenta con la dirección de Carlos Groba, ese punto del infinito se plasma en la totalidad de las escenas, en el mecanismo de perspectivización humorística que exalta la comicidad en desmedro del drama.
Un payador arranca con los versos iniciales del poema. El gaucho Fierro, con el mate en la mano, disfruta del campo, de su rancho y de la naturaleza apacible, única escuela filosófica de la que aprende a ser hospitalario y sobrio. Sin embargo, la aparente armonía natural comienza a resquebrajarse mientras enumera las bellezas del ambiente y el caballo, su fiel compañero, remolón, dormido o distraído se niega a aparecer en escena. Pero cuando lo hace, se mueve despacio con la pava en la boca y trata de tomarse unos mates amargos. Los rasgos definidos de los títeres de mesa y boca (pómulos, mentones, narices y bocas), realizados con goma espuma por los grupos Cuerda Floja y El mosquito y la máquina real, y manipulados a la vista de los espectadores, adquieren una notable expresividad en la manipulación gracias a los movimientos parsimoniosos, propios de la templanza del hombre rural. Fierro se empeña en elogiar los lindos ojos de su china, pero como no consigue la rima adecuada termina interpretando una parodia del romántico enamorado.
Los actores-manipuladores (Diego Ercolini, Adrián Murga y Leonardo Volpedo) interfieren en las acciones, discuten y se pelean porque no pueden evitar “contaminar” la representación de la que se apropian con matices que transitan del apasionamiento por los títeres a la racionalidad del especialista. El actor experto en el género gauchesco objeta que aparezca el efecto sonoro de la tormenta esgrimiendo la fidelidad hacia el autor: la historia transcurre sin complicaciones climáticas. Las acertadas intervenciones de los actores, aprovechadas para explotar el humor y los equívocos que generan determinados vocablos, se prolongan demasiado en algunas escenas. A pesar de que son sumamente divertidas (destacada labor de Adrián Murga en el rol del titiritero que detesta las historias tristes y prefiere las comedias musicales), requerirían de un ajuste porque en esos momentos se percibe que los chicos están expectantes, esperando que los títeres regresen al escenario.
El gaucho, obligado por la ley, que siempre se ensaña con el más débil, parte con sus bultos y su caballo hacia la frontera. Un coro de ratones anticipa los sometimientos que padecerá Fierro en el fortín. El inefable comandante lo llama “gaucho rotoso”, lo humilla y lo manda a cuerpear solito con el malón que se avecina. Y de yapa, le roba el pingo a Fierro. La caricatura del comandante, expuesta en un tono jocoso, revela la naturaleza de un cobarde que se ampara en un uniforme para perpetrar sus vejaciones. La profesionalidad con que los titiriteros resuelven el episodio de la pulpería (desopilante el actor que está convencido de que en ese lugar se venden pulpos) denota una preocupación estética a la hora de sortear obstáculos para escenificar una muerte cuando los destinatarios son los niños. Fierro, que le intenta birlar la mujer a un negro, en vez de pelearse con su contrincante le empieza a contar una serie de chistes tan malos y desconcertantes (“¿Sabés qué hace una vaca cuando sale el sol? Sombra”), que “mata” al negro de la risa. Fugitivo de la ley por el delito que cometió, Cruz se convierte en inseparable compañero de Fierro. En los antípodas de la solemnidad con la que se suele encorsetar el poema de Hernández, el virtuosismo del montaje deriva en un gesto de insolencia en la representación de esos “males que conocen todos pero que naides contó”.