Jue 31.07.2003

ESPECTáCULOS

Los libros como el mejor juguete

“Pica al cuento”, con dirección de Santiago Doria, incentiva la imaginación en su ensamble de representación teatral y narración de textos.

Por S. F.

Los libros no muerden ni están en las bibliotecas como adornos polvorientos de color sepia. Para José Fin (apellido que funciona como un guiño al adulto que disfrutó de la lectura de Huckleberry Finn, de Mark Twain) y Lulú, los dos personajes de Pica al cuento, los relatos son sus tesoros más preciados tanto como sus juguetes. En los libros de todos los tamaños y formas que conforman la escenografía, ellos descubren mundos posibles que les permiten dar rienda suelta a la imaginación y jugar mientras los van leyendo. La propuesta de ensamblar la narración con una representación teatral resulta original, austera, con un desdoblamiento muy bien logrado por los intérpretes, Karina Hepner y Belisario Román, un actor que además de parecerse físicamente a Pepe Biondi, cultiva una gestualidad inspirada en las muecas, mohínes y el modo de revolear los ojos o fruncir la nariz del entrañable cómico. Sin embargo, la arriesgada intención de promover la lectura, pero desde una convención teatral, no termina de encontrar su propio código: el tiempo muerto de un relato, su extensión y circularidad atenta contra la dinámica escénica que siempre requiere de una trama conflictiva muy bien articulada.
Como si se hubieran escapado de un cuento y necesitaran de otros para prolongar sus existencias, Lulú y Fin empiezan a rastrear los relatos, desechan los que no tienen un título interesante y deciden narrar e interpretar otros. Ella es un poco ingenua pero muy extrovertida; él, en cambio, parece más sensible y melancólico. Las diferencias quedan neutralizadas por el afán de vivir sus propias historias. El mono azul, el cuento mejor sintetizado en todos los rubros –actuaciones, coreografías, música y canciones–, le permite a Román desplegar su notable manejo en la interpretación de Tomás, monito inventor de canciones y versos, que no puede dormir porque está enamoradísimo de una mona que parece ignorarlo por completo.
Apenas con tres escaleras, que sirven para ambientar todos los espacios que se van enumerando en los cuentos (selva, casas y balcones, entre otros), algunos títeres, objetos y disfraces, se consigue ilustrar adecuadamente los climas que circundan los relatos. Pero pronto el ritmo y el interés se estancan. El traspaso de un cuento a otro (esa bisagra ineludible para que funcione la mixtura entre la narración y el teatro) resulta errático. La dramaturgia de Graciela Sverdlick no se inclina por un rumbo que oriente a la obra en su conjunto. Sólo queda en mano de los actores mantener la fluidez del espectáculo hasta el final. Lo consiguen a fuerza de prepotencia y astucia actoral.

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