ESPECTáCULOS
Una familia de mujeres detenida en un pueblito
“Vino de ciruela” propone la sólida labor actoral de un elenco que resalta las sutilezas y relecturas de esta adaptación de Rubén Pires sobre un texto de Arístides Vargas, un juego de representaciones en un hábitat provinciano.
› Por Hilda Cabrera
Dos hermanas memoran, a través de unas cartas escritas bajo el impacto de la muerte de la madre, los años de la infancia transcurridos en un pueblo de provincias. La lectura es recortada por escenificaciones de ese tiempo pasado, agridulce no sólo por el sabor del vino de ciruela que elaboraban en la casa y, deleitándose, consumían la abuela María, viuda de Alfonsito, y la tía abuela Gumersinda, hermana de aquélla y amante secreta del fallecido. La complejidad de los afectos incidía en ese sabor mezclado que dejó en el recuerdo la convivencia de la maldad y la inocencia. Lo que cuentan las hermanas Celina y Eleonora retrotrae a una época y un paisaje en los que la libertad podía simbolizarse en la simple creencia de que se “tenían alas”. La dificultad residía en atreverse a usarlas. Dentro de esa familia de mujeres, en la que los varones (Alfonsito y el niño-novio de Jacinta) son apenas mencionados, la que lleva al extremo el deseo de liberarse de las frustraciones de ese pueblo chico es la tía abuela Adriática, pintora de gestos y lenguaje afrancesados que, acaso trastornada por sus fabulaciones, decide “volar” descolgándose de un florecido ciruelo. Ella es en esta historia el ángel tragicómico que desciende para informar que en el Paraíso no hay parientes ni conocidos, y que extraña y se lamenta por lo que no pudo hacer estando viva. Su cómica presencia testimonia de modo simplista dos maneras femeninas de afrontar la existencia: dejar crecer las alas en germen o aferrarse a lo “terrenal”, disimular el fracaso y ocuparse de tonteras, evitando tomar conciencia de que se es más frágil que cualquier objeto doméstico.
Diferentes, aunque marcadas todas por el miedo a la frustración, las mujeres que aquí representan a tres generaciones de una misma familia experimentan varios duelos, entre otros el de herirse. Este es un elemento que se reitera en las obras del mendocino Arístides Vargas. En una pieza estrenada en Buenos Aires por su Grupo Malayerba de Ecuador (el autor reside en ese país, luego de un exilio que inició en 1976 y lo condujo primero a Perú), un personaje decía que “necesitamos de otros para herirnos”. Ocurría en Nuestra Señora de las Nubes, donde las heridas se relacionaban con las confrontaciones del carácter, pero sobre todo con el deseo de libertad. Como en Vino de ciruela, también allí había mujeres que se largaban a caminar: la abuela Vista Hermosa prefirió un baño de luna en una noche trágica a permanecer en su casa paralizada por el miedo, el mismo que atenazaba a los habitantes de su pueblo.
Aventurándose en el pasado, Celina y Eleonora se retratan a sí mismas como niñas que observan el entorno familiar con perturbadora malicia. En ese contexto, la madre que acaba de morir es prototipo de la mujer que lo comprende todo. Es así que la Francisca (Rita Terranova) no intentará despabilar a su hermana Victorita, atacada de sonambulismo, pero aconsejará a Jacinta, la hermana que no se atrevió a amar al único varónque se fijó en ella, que haga sus valijas y se vaya del pueblo. El rescate de lo no vivido es también otro elemento que se reitera en los trabajos de Vargas, además director y actor. Esto se advierte en Pluma, pieza de creación colectiva que trajo a Buenos Aires con Malayerba, donde quien intenta esa recuperación es el soñador y rebelde joven cuyo nombre da título a la obra.
Si bien es cierto que las presiones sociales y culturales que condicionan a los personajes de Vino... no son las que desvelan a la mujeres de esta época, se descubren asuntos afines a todo tiempo y geografía. El temor a la soledad no es sólo una perturbación de aquellas señoras. “La soledad es el estado natural de las mujeres”, creía la abuela María, protagonizada por Perla Santalla. Lo interesante de la dramaturgia de Vargas es su capacidad para reflejar en escena el lenguaje coloquial, sea cruel o festivo, y la fuga onírica propios de los habitantes de este pueblo chico, carente sólo en apariencia de relieve. En otro campo, el de la literatura, otros autores de provincias hicieron suyas esas tonalidades y climas, y sin abandonar lo que les era propio les dieron consistencia universal. Es el caso, y sólo por dar dos ejemplos, del fallecido Daniel Moyano (que nació en Buenos Aires pero vivió desde niño en Córdoba y La Rioja), autor de El oscuro, El trino del diablo y El vuelo del tigre, su primer título publicado en el exilio español; y del tucumano Juan José Hernández (La ciudad de los sueños, La favorita, La señorita Estrella y otros cuentos). En Vino..., armar una valija, “remontar vuelo” o abandonar un ámbito sancionador se constituyen en acciones liberadoras. Adaptada por Rubén Pires (codirector junto a Manuel González Gil), la obra retrata la particular sensibilidad de un grupo de mujeres que, entre crispaciones y alborozos, aprenden qué cosa es ser sujeto de la propia vida.
En esta puesta, la geométrica escenografía de Pepe Uría modifica, por la linealidad de su formato y la preferencia por los matices del blanco, la naturaleza del hábitat provinciano. Leídas en ese ámbito, las cartas se transmutan en representaciones. Queda claro entonces que en ese “actuar” el pasado la memoria va a tender trampas y que no todo lo que ocurra será verdad. Este juego escénico se desarrolla entre deseos e imposiciones como la que descubre la criada Blanquita (Claudia Pisanú). Ella no es, como se acostumbra decir, alguien de la familia sino un oficio, puesto que su “misión” es servir. De simples descubrimientos como éste nace aquí la rebeldía, que difiere según sea el personaje que sienta ese aguijón en esta historia que en algún momento se detiene, como observa Francisca, porque “nos detuvimos por dentro”. Juzgar ese dominio del tiempo es una de las tareas que asumen las niñas Celina (Ligia Piro) y Eleonora (Magela Zanotta). Interpretada con creatividad por todo el elenco, incluida Susana Rinaldi, quien retorna a la escena componiendo tres personajes bien diferenciados (Gumersinda, Adriática y Jacinta), esta adaptación de Pires subraya la opción de “salir al camino” (que aquí es pedalear en bicicleta) sin que esta afirmación de optimismo descarte el estremecimiento que produce saber que el pasado nunca podrá ser abarcado totalmente, y que, si se lo trae al presente, sólo podrá ubicárselo en una zona incierta entre la vida y la muerte, la realidad y la fantasía, la fuga y el regreso.