Jue 31.07.2003

ESPECTáCULOS

“Volverás”, o la rebelión contra el mandato social

Estrenado en el Festival de Cannes 1996, el film del francés Olivier Assayas recupera una figura mítica del primer cine mudo y la convierte en objeto de reflexión sobre la complejidad del cine y del mundo contemporáneo. Por su parte, el director Antonio Chavarrías confirma las bondades del cine catalán en un intenso drama familiar pleno de interrogantes.

› Por Horacio Bernades

No es novedad que el cine catalán ha sabido diferenciarse de la corriente mayoritaria del cine español, que sigue aferrado al naturalismo, el cine histórico y otros almidones. Realizadores como el Bigas Luna de los buenos tiempos, José Luis Guerin, Ventura Pons (el más catalán de todos, en tanto suele filmar en ese idioma) o, más recientemente, Agustí Villaronga, Marc Recha y Agustí Vila (cuyas películas pudieron verse en distintas ediciones del Festival de Cine Independiente), así como el mismísimo Isaki Lacuesta (de la recién estrenada Cravan vs. Cravan), demuestran una voluntad de estilo que no es nada frecuente en el conjunto del cine hispano. Desconocido hasta ahora por aquí, pero con una considerable trayectoria como realizador y productor, Antonio Chavarrías (Barcelona, 1956) confirma esas bondades del cine regional en Volverás, su film más reciente, por el cual recibió el premio a la mejor dirección en la última edición del Festival de Mar del Plata y que lo coloca como un cineasta a seguir.
Habiendo producido Chavarrías las magníficas Aro Tolbukhin. En la mente de un asesino (Villaronga, 2002) y El árbol de las cerezas y Pau y su hermano (Recha, 1998 y 2000), no es extraño que Volverás tenga, como aquéllas, un tono seco y reconcentrado, lejano de todo facilismo narrativo. Basada en una novela de título envidiable (Un enano español se suicida en Las Vegas), puede ser que a todo lo largo de Volverás no aparezca nadie de corta estatura ni tampoco ningún suicida, y ni en afiches se divise la silueta de Las Vegas. Pero sí hay un personaje que juega a las cartas por dinero. Se trata de Carlos (el magnífico Tristán Ulloa, visto antes en Lucía y el sexo), cuya súbita reaparición tras largos años de alejamiento alterará la vida de su hermano menor, Ignacio (Unax Ugalde). Chavarrías utiliza la oposición entre el “civilizado” (Ignacio, que vive con su familia y está por recibirse de arquitecto) y el “salvaje” (Carlos, que abandonó la familia y vive en los márgenes sociales) para plantear una serie de preguntas alrededor de cuestiones como mandatos y rebelión, comodidad y riesgo, norma social y espíritu de aventura.
El juego de oposiciones no es nuevo, y Hollywood lo ha tratado de modo idealizado (El club de la pelea) o paranoico (Malas compañías). Antes que optar por una cosa u otra, Chavarrías supo plantear esa dinámica de atracción/rechazo como dilema irresoluble. Al menos hasta el último tramo de película, cuando finalmente se hunde en las barrosas aguas del maniqueísmo y la misoginia, haciendo de los personajes de Carlos y su novia Marta (la actriz mexicana Elizabeth Cervantes, de enorme magnetismo) un manipulador y una traidora, sin medias tintas. Salvando ese final poco digno, el gran acierto de Volverás pasa por llevar esa condición dilemática a todos los terrenos: el dramático, el narrativo y el de puesta en escena. Carlos necesita a su hermano menor, pero nunca es del todo claro si lo precisa para salir del laberinto en el que se halla (les debe plata a unos pesados y, en lugar de ganarla, pierde cada vez más) o más bien para meter al otro allí. Algo parecido sucede con Marta, que si bien está envuelta en una relación autodestructiva no responde precisamente al tipo de chica indefensa. En términos narrativos, Chavarrías plantea escenas muy abiertas, que más que contestar preguntas las multiplican. La puesta en escena es pura inestabilidad, gracias a una cámara en mano que parecería seguir a los personajes sin saber muy bien a dónde van. A su turno, la discontinuidad planteada por el montaje va en sentido contrario a toda resolución, dejando las escenas en un estado de permanente flotación. Como resultado de ello, el espectador es puesto –mediante recursos cinematográficos de máxima pureza– en la misma incertidumbre que atraviesa el dubitativo Ignacio. Hasta que al final todo se atropella y simplifica, resolviendo, del modo más tosco, aquello que durante toda la película había quedado en suspensión.

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