ESPECTáCULOS
› “HAY QUE ESCONDER AL ELEFANTE”, DE LAURA MONTI
Nueva rebelión en la granja
Destinada a los más chicos, la obra recurre a un arsenal de muñecos y a una trama sencilla, que subraya el valor de la solidaridad.
› Por Silvina Friera
Las escenas iniciales de Hay que esconder al elefante, interpretadas por el grupo El Nudo, transcurren en un ámbito natural, sin hombres a la vista. La vida cotidiana es tan placentera y pacífica que los animales forman una comunidad autorregulada, sin fisuras ni alteraciones. El elefante Felipe y sus amigos, una fauna integrada, entre otros, por un mono y un león, juegan tranquilos como la mayoría de los animales que se van integrando al retablo: peces muy coloridos, mariposas y pájaros. Sin embargo, la presencia de los hombres –que pronto irrumpirán en la escena– perturbará el ritmo cardíaco de ese lugar paradisíaco. Dos cazadores inexpertos, torpes y arrebatados, intentan obtener alguna presa que les proporcione satisfacción a sus instintos más primitivos. Los animales pequeños logran camuflarse entre las plantas, árboles y pastos. Pero el aparatoso Felipe no encuentra cómo ocultar su enorme humanidad. La trompa, las orejas, las patas o la cola lo ponen en evidencia y en peligro. Si en la sociedad prevalece el desamparo y la indiferencia frente al sufrimiento de los otros, el simpático zoológico titiritero buscará la manera de proteger al elefante, porque saben que si no se unen, la brutalidad de los cazadores arrasará con cada uno de ellos. Sólo será cuestión de tiempo.
Los títeres que representan a los animales cautivan a los niños que, lógicamente, se identifican con las víctimas, porque por la desidia de los hombres pueden perder la libertad. Ponerse en el lugar del perseguido, del que se siente acorralado por una situación que escapa de los parámetros de la normalidad, es un ejercicio frecuentemente practicado por los niños en sus juegos. La convención, entonces, indica que nada mejor que disparar la imaginación hacia el encuentro con el héroe sometido a las pruebas. La obra se construye a partir de este imperativo categórico: cada animal se empeñará en defender a Felipe, intentará ayudarlo y esconderlo. La empresa les deparará más esfuerzos de los que estimaban. Imposible disimular a semejante elefante ni como flor ni como montaña. Aunque todos ponen ingenio y creatividad al servicio del entrañable elefante, los recursos inventados para “salvar” al amigo se desmoronan en sucesivos fracasos. Hasta las triquiñuelas del león, convertido en mago, son un fiasco. El pañuelo rojo, con el que trata de cubrirlo y hacerlo desaparecer, no resulta –claro– lo suficientemente extenso para ocultarlo.
Los miembros de la compañía teatral El Nudo (Claudia Villalba, Daniel Scarpitto, Mariana Trajtenberg y Nelly Scarpitto), egresados de la Escuela Taller de Titiriteros del Teatro San Martín, conforman una cofradía de actores-titiriteros preocupados por utilizar la técnica de guante, una de las más complejas porque requiere de mucha búsqueda personal y entrenamiento para hallar la ruta que enlaza la manipulación con la actuación. El manejo de Felipe es impecable: sus movimientos poseen una dinámica tan graciosa que cuanto más se esmera el muñeco por cumplir las alternativas que le ofrecen sus amigos, se torna más elocuente su incapacidad en adaptarse a la situación. Los cazadores, burlados una y otra vez por la endiablada astucia del elefante, que siempre que está apunto de ser capturado consigue salir victorioso de las trampas, despliegan un torbellino de necedades que terminan, sin querer, funcionando a favor de los animales. Cuando atrapan al elefante dormido, ignoran que un complot está en marcha. Recuperar a Felipe y ahuyentar definitivamente a los molestos cazadores significa recobrar la armonía perdida. Y el ejército de rebeldes animales no está dispuesto a perder a uno de los suyos.
Destinada a los más chicos, Hay que esconder al elefante apuesta a divertir a su menuda platea. Para ello recurre a un arsenal de muñecos muy bien manipulados y a una trama sencilla, que subraya el valor de la solidaridad. El daño a uno solo de los animales genera un revuelo mayúsculo porque cada animal, para confirmar su existencia, necesita reconocerse en los otros como en un juego de espejos.