Vie 17.10.2003

ESPECTáCULOS  › FESTIVAL DE CINE DOCUMENTAL DE YAMAGATA, JAPON

Radiaciones del mundo real

La muestra, que funciona como un proyecto comunitario con una gran participación de los ciudadanos locales, se presenta como plataforma de lanzamiento de documentalistas que luego recorren el planeta.

› Por Luciano Monteagudo

Página/12
en Japón

Desde Yamagata

Son apenas unos quinientos kilómetros al noroeste de Tokio, que le llevan al Shinkansen (el famoso tren bala) escasas tres horas de viaje, pero el paisaje de Yamagata es completamente distinto al de la gigantesca, iridiscente capital del Japón. Rodeada de montañas cubiertas de bruma en el otoño, esta pequeña ciudad de 250.000 habitantes, cuya historia se remonta al siglo VIII, alberga en sus calles serenas y silenciosas –por donde se paseaba ese maestro del haikú que fue Matsuo Bashô– uno de los festivales de cine documental más prestigiosos del calendario internacional, junto con Amsterdam, Marsella y Nyon. Por primera vez en este festival, además, un film argentino participa de la muestra oficial competitiva. Se trata de Raymundo, el documental de Ernesto Ardito y Virna Molina sobre Raymundo Gleyzer (ver aparte).
Fundado en 1989 por iniciativa de Shinsuke Ogawa (quizás el más importante documentalista japonés) y de realización bianual, Yamagata tiene una vida tan joven como el público al que se dirige, mayormente de la Facultad de Artes de la universidad local. De hecho, el festival es un proyecto comunitario, con una gran participación de los ciudadanos locales (incluso en la programación) y una legión de voluntarios que reemplazan con energía y eficiencia el frío profesionalismo de otros festivales más renombrados. Reputación sin embargo no le falta a Yamagata, desde que en su primera edición supo premiar a dos de los maestros del cine documental contemporáneo, como Robert Frank (con Route One/USA) y Johan van der Keuken (The Eye above the Well). En ediciones posteriores, siguieron apareciendo grandes nombres, como los de Frederik Wiseman y Barbara Kopple, pero la virtud más reconocida de Yamagata siempre fue la de ir dando a conocer cineastas –fundamentalmente de Asia– que luego se convertirían en verdaderas revelaciones, como fue el caso de la japonesa Naomi Kawase, una figura surgida de este festival con sus primeros documentales y que luego alcanzaría la consagración internacional en Cannes y Locarno, con Suzaku (1996) y Hotaru (2000) respectivamente, ambas conocidas en el Bafici porteño. Kawase volvió a Yamagata como jurado de la sección “Nuevas tendencias asiáticas”, con los estrenos más importantes de la región.
Es el caso de Hibakusha-At the End of the World, de Hitomi Kamanaka, una realizadora de treinta años de edad –las mujeres están pisando fuerte en el nuevo cine japonés– que con su film viene a demostrar de qué manera el término “Hibakusha”, que para los locales siempre sirvió para nombrar a los sobrevivientes del genocidio nuclear de Hiroshima y Nagasaki, puede llegar a tener un significado mucho más terriblemente amplio. Para la directora, “Hibakusha” son ahora también –entre muchos otros– los niños iraquíes que sufren de leucemia y distintos tipos de cáncer a raíz de las radiaciones recibidas después de los bombardeos de la primera Guerra del Golfo, en 1991, y que se intensificaron a partir de la invasión estadounidense de este año. La investigación de Kamanaka comenzó en 1998 en la ciudad de Basora, al sur de Bagdad, y el espectador va avanzando con ella en la serie de relaciones y descubrimientos que el film va tejiendo paulatinamente, hasta ofrecer una visión en profundidad del problema.
Kamanaka viaja de regreso al Japón, donde entrevista al doctor Shuntaro Hida, un sobreviviente de Hiroshima que, a los 84 años, sigue practicando la medicina y ocupándose de investigar las consecuencias de la bomba, que siguen padeciéndose a más de medio siglo de la tragedia. Con el doctor Hida, a su vez, la película se traslada a Hanford, una localidad de EE. UU. donde todavía funciona la planta nuclear que en 1945 produjo el uranio utilizado en la bomba que arrojó aquel avión bautizado para la historia universal de la infamia como Enola Gay. Allí en Hanford, el film descubre a través de un granjero llamado Tom Bailie, embarcado en juicio contra el Estado norteamericano, que la totalidad de las familias de la región (empezando por su madre que –paradojas del destino– en su juventud trabajó como mecanógrafa de Robert Oppenheimer, director del siniestro proyecto atómico “Manhattan”) sufren padecimientos muy similares a los de los “Hibakusha” de Japón y de Irak.
Lo fascinante y, también, lo aterrador del film de Kamanaka es la manera en que la directora va compartiendo con el espectador todos y cada uno de sus hallazgos, haciendo de Hibakusha un film siempre abierto, aún en su final, en el que el infatigable doctor Hida descubre hasta qué punto la tasa de mortalidad por radiaciones creció exponencialmente en buena parte del mundo luego del accidente nuclear de Chernobyl. Y que una mínima pérdida en alguna de las 52 plantas nucleares que hoy proveen de energía a Japón podría provocar consecuencias similares a las que sufrieron, y siguen sufriendo, los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki.

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