ESPECTáCULOS
› EL FRENTE DE COMBATE DE LA INDUSTRIA AUDIOVISUAL NORTEAMERICANA
Hollywood va a la guerra
El inminente estreno de “La caída del halcón negro”, que hace de la catastrófica intervención militar estadounidense en Somalia un triunfo del espíritu de sus soldados, es apenas el comienzo. Le siguen otros cantos al militarismo: “Tras las líneas enemigas” y la miniserie “Band of Brothers”.
› Por Luciano Monteagudo
El redoblar de los tambores de guerra viene de Hollywood, pero se escucha cada vez más cerca. Cuando el próximo jueves llegue a más de cincuenta pantallas locales La caída del halcón negro –la película de Ridley Scott que glorifica la trágica intervención estadounidense en Somalia, en 1993– el desembarco masivo de cine bélico norteamericano habrá asegurado su primera cabeza de playa, con su acorazado de punta. No será el único, por cierto. Una semana más tarde, la señal de cable HBO lanzará el capítulo inicial de la miniserie “Band of Brothers”, la producción más costosa de la historia de la televisión, 120 millones de dólares reclutados por Steven Spielberg y Tom Hanks para recordar la historia de un grupo de paracaidistas durante la invasión de Normandía, en el tramo final de la Segunda Guerra Mundial. Y casi pisándole los talones aterrizará en los cines Tras las líneas enemigas, una suerte de secuela trash de Top Gun, en la que un piloto norteamericano solitario, cuyo jet de combate cae en territorio serbio, logra derrotar a todo un ejército munido de tanques y cañones.
El cine bélico siempre ocupó un lugar de importancia en el imaginario de Hollywood, pero hacía mucho –casi desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, se podría aventurar– que no aparecía, de un solo golpe, un conjunto tan nutrido de películas de exaltación patriótica e ímpetu guerrero. A los títulos ya mencionados, hay que sumar otros que ya están en cartel en los Estados Unidos –como We Were Soldiers, del “patriota” Mel Gibson, que preestrenó la película en la Casa Blanca, en compañía del presidente George Bush Jr.– o que vienen llegando, entre ellas Códigos de guerra, de John Woo, y Hart’s War, con Bruce Willis.
Si, como afirmaba el crítico cultural alemán Siegfried Kracauer (en su libro De Caligari a Hitler), “las películas de un país reflejan su mentalidad”, La caída del halcón negro parece representar, quizá como ninguna otra, el espíritu de su tiempo. Basada en un exitoso libro nonfiction de Mark Bowden (Black Hawk Down: A Story of Modern War), que gozó de la bendición del Pentágono, la película dirigida por Ridley Scott describe la acción militar estadounidense que en un solo día –el 3 de octubre de 1993– provocó la muerte de casi un millar de africanos y de 19 soldados estadounidenses, en pleno mercado central de Mogadisco, capital de Somalia. Lo que entonces se evaluó como una operación catastrófica, que determinó el inmediato retiro de las tropas norteamericanas del continente africano, ahora es reivindicado en la película como un triunfo del heroísmo y la abnegación de los soldados norteamericanos en combate (aunque no supieran bien contra quién combatían ni por qué). El procedimiento parece un poco el mismo que el de Pearl Harbor –producida también, como Black Hawk Down, por Jerry Bruckheimer, el hombre que respaldó Top Gun–: convertir una derrota militar en un ejemplo de sacrificio y voluntad guerrera.
u Por qué peleamos. Un texto inicial en La caída del halcón negro explica someramente el porqué de la presencia estadounidense tan lejos de casa: se trataba de “restablecer el orden” (sic) en un país diezmado por una hambruna a escala bíblica y por las sangrientas luchas de clanes rivales, que las Naciones Unidas no habían podido controlar. La misión específica asignada al general Garrison (Sam Shepard) y sus tropas de elite es capturar al líder del más poderoso de estos clanes, Mohamed Farah Aïdid, y a sus principales lugartenientes (cualquier semejanza con Afganistán, Osama bin Laden y sus talibanes no parece precisamente una coincidencia). “Lo que no dice ni la película ni el breve texto de presentación -escribió el especialista Christophe Ayad en una columna del diario francés Libération– es que de 1978 a 1993 los Estados Unidos habían sostenido incondicionalmente el régimen criminal del dictador Siad Barré para equilibrar la presencia soviética en Etiopía, el gran rival vecino deSomalia. El puerto de Berbera, que controla el acceso al mar Rojo y al océano Indico, bien valía un puñado de dólares. Durante todos esos años, los Estados Unidos –y en menor medida Alemania e Italia– armaron y financiaron un régimen clánico y despótico.”
La caída del halcón negro no sólo omite este contexto (que trae a la memoria la vinculación de la CIA con Bin Laden, previa a su posterior demonización). También resignifica todos y cada uno de los hechos en función de un objetivo que va más allá del mero entertainment –la guerra como un sofisticado videojuego en Dolby Stereo– y que no puede leerse de otra manera que no sea como una película de propaganda y hasta de reclutamiento. No por nada el ejército norteamericano facilitó por primera vez –como lo señala orgullosamente el material de prensa– las instalaciones de Fort Bragg, en North Carolina; Fort Benning, en Georgia, y Fort Campbell, en Kentucky, para el riguroso adiestramiento militar de los actores.
Esa resignificación es constante, pero incluye algunos momentos particularmente reveladores. Al comienzo se ve a un feroz miliciano somalí disparando al aire y, detrás de él, una bandera de la Cruz Roja hecha jirones, como para señalar el fracaso de la organización humanitaria. El traficante de armas que abastece a los clanes no sólo es un negro de un aspecto y una voz temibles, también dispone en abundancia de cigarros cubanos. A un bucólico plano del minarete de la mezquita de la ciudad, en el momento de la oración, le sigue otro en donde un somalí, después de inclinarse devotamente en dirección a la Meca, recoge con decisión su fusil AK-47, similar a los que utilizan en Afganistán las tropas de Al Qaeda.
Resulta casi ingenuo hablar de racismo en una película como Black Hawk Down (el código con que se denomina a un helicóptero norteamericano que ha sido abatido). Los somalíes no sólo son aludidos en la jerga militar como “skinnies”, un término cuya traducción en los subtítulos –“flacos”– no llega a transmitir el desprecio y el cinismo de ese apelativo referido a gente endémicamente castigada por el hambre. También son ametrallados masivamente sin que casi se les vea el rostro, como si se tratara de meras sombras lejanas, sin existencia dramática.
“¿Qué cambió?”, se pregunta el joven sargento Eversmann (Josh Hartnett), después de la masacre. “Nada cambió –se responde– pero yo cambié.” Al comienzo de la película, el sargento dudaba de la necesidad de la presencia norteamericana en Somalia. Al final, después de su bautismo de sangre y fuego, ya está convencido de que no hay nada mejor que ser un ranger y estar allí donde la cadena de mandos se lo ordene. “Nadie pide ser un héroe”, concluye, orgulloso.
u Estética MTV. De una manera mucho más pedestre, porque la película también lo es (lo que no le impidió recaudar en territorio norteamericano más de 80 millones de dólares), es un poco la misma conclusión a la que llega el teniente Burnett (Owen Wilson) en Tras las líneas enemigas. La película dirigida con una estética MTV por el debutante John Moore también hace de su protagonista un soldado, al comienzo, no del todo convencido de su misión. “Soy piloto de caza, no un policía, y menos en un barrio al que nadie le importa”, le dice a su superior, cuando le presenta su carta de renuncia. Bastará con que este severo almirante (Gene Hackman) lo mande en una acción en la que queda solo frente a toda una horda de serbios asesinos para que el joven teniente entienda por fin cuál es su deber y termine abrazando, con más fervor que nunca, la causa norteamericana, sea cual fuere.
Curiosamente, los villanos no son sólo los serbios. “Tropas de Estados Unidos en estado de alerta, deseosas de entrar en acción. Todos tensos... es el precio de la paz”, dice un texto al inicio de la película, como sugiriendo que la mejor terapia es la guerra. A esa guerra se opone ungeneral europeo (el actor portugués Joaquim de Almeida), que quiere impedir que un importante acuerdo de paz se quiebre al intentar el rescate del piloto norteamericano. Pero el almirante Hackman, claro, no está de acuerdo. “El pueblo americano quiere a su piloto y lo traeremos a casa”, afirma, mientras él mismo se trepa a un helicóptero artillado, para recuperar a su muchacho.
u Superioridad moral. “No dejar a nadie atrás” es la consigna que moviliza a La caída del halcón negro y a Tras las líneas enemigas. Se trata de destacar no sólo la superioridad física y militar de los grupos de elite del ejército norteamericano –Rangers, Fuerza Delta, aviación naval– sino también su superioridad moral. Si los somalíes y los serbios son hordas salvajes que no respetan código alguno (un poco como los bárbaros contra quienes luchaba Russell Crowe en Gladiador, otra glorificación de la violencia debida a Ridley Scott), los soldados norteamericanos en cambio se rigen por el “Credo Ranger”, que la gacetilla de Black Hawk Down reproduce en su totalidad y donde se aprende: “La palabra rendición no está en mi vocabulario. Nunca dejaré que un camarada herido caiga en manos del enemigo y bajo ninguna circunstancia avergonzaré a mi país”.
El militarismo de “Band of Brothers”, la miniserie en diez capítulos producida por Spielberg y Hanks, es más discreto, quizá porque habla de un episodio más lejano, pero no por ello es menos acendrado. El primer episodio, que se emitirá el 23 de marzo a las 22, se ocupa de la formación de la Easy Company, un batallón de paracaidistas que luego tuvo una actuación decisiva a partir del desembarco en Normandía, durante los tramos finales de la Segunda Guerra Mundial. A diferencia de Rescatando al soldado Ryan (1998), donde Spielberg y Hanks aprendieron a amar la guerra, este capítulo inicial no arranca bajo el fuego de metralla sino en la retaguardia, en el campo de entrenamiento que se convierte en la forja espiritual del soldado.
“Eran hombres comunes a quienes se les pidió un esfuerzo extraordinario”, es una de las frases de promoción de la serie. Y no es difícil entender a qué se refiere, después de ver al grupo comer un abundante plato de spaghetti con tuco y luego, sin solución de continuidad, ser obligado a subir una colina a marcha forzada. En el segundo episodio, el repetido ritual del entrenamiento, con odioso teniente incluido, ya deja paso a la acción real, cuando el 6 de junio de 1944 el batallón es lanzado sobre la costa francesa, como ángeles venidos del cielo. Allí, bajo el fuego cruzado –como en Black Hawk Down– empiezan a forjarse lazos de hierro entre esos hombres que dependen cada vez más unos de otros, a medida que se internan tras las líneas enemigas.
Estrenada en los Estados Unidos dos días antes del 11 de setiembre, “Band of Brothers” no tuvo necesidad de salir de la grilla de programación, como le sucedió a tantos otras series en la emergencia. Por el contrario, la frase que cierra el primer capítulo, tomada de una carta del presidente Dwight Eisenhower a sus soldados, le debe haber servido de inspiración a George Bush Jr.: “Los ojos del mundo están sobre ustedes”. Para Hollywood, en cambio, esa frase no es ninguna novedad: hace mucho tiempo que la hizo suya.