ESPECTáCULOS
› LA POSTERGACION, DE HECTOR LEVY DANIEL
El dolor a través del tiempo
La pieza que se ve en El Camarín de las Musas reflexiona sobre las tragedias del bombardeo de Plaza de Mayo y el atentado a la AMIA.
› Por Cecilia Hopkins
Varios centenares de personas fueron víctimas de las bombas que la Fuerza Aérea dejó caer en la zona de la Plaza de Mayo el 16 de junio de 1955, tres meses antes del derrocamiento de Perón. Este hecho, enlazado al atentado a la AMIA ocurrido cuatro décadas después, el 18 de junio de 1994, es el epicentro en torno del cual se desarrolla la anécdota que propone La postergación, obra de Héctor Levy Daniel que con dirección de Jorge Hacker continúa con sus funciones en El Camarín de las Musas. Claramente, el espectáculo se ofrece a modo de homenaje a las víctimas, además de propiciar una reflexión acerca de la falta de resolución oficial al momento de determinar causas y dictaminar responsabilidades en hechos de esta magnitud.
Ante la catástrofe, un hombre y una mujer (Fernando Martín y Marcela Bea) esperan la llegada del grupo de socorristas que inicie las tareas de rescate. Ambos están convencidos de que bajo los escombros quedaron aprisionadas sus respectivas parejas. Hermanados en su estado de agotamiento y angustia, no obstante, los personajes se diferencian entre sí por su indumentaria: el traje cruzado y el sombrero de él contrasta con el arreglo –si bien no actual, mucho menos demodé– que luce ella. Por otra parte, el hombre parece no haber visto nunca un recipiente de plástico para guardar alimentos, como el que le tiende ella para que reponga sus fuerzas con algún bocado. Más allá de un gesto de extrañamiento compartido, a ninguno se le ocurre que ambos puedan provenir de tiempos diferentes. Les basta reconocer su propio dolor en el del otro y fundamentalmente, les es suficiente compartir una misma idea esperanzada: muy pronto los escombros serán removidos y les será posible recuperar a sus seres queridos.
El efecto devastador de la explosión está a la vista. Sólo que, en la puesta de Hacker, un conjunto de escaleras dispuesto en un sector se ofrece a modo de dispositivo escénico para que los actores se desplacen a diferentes alturas. Como en las piezas del teatro del absurdo, un personaje ingresa varias veces (Javier Iriberri) para sembrar la inquietud y el desconcierto, cambiando su identidad pero no su aspecto. Por turno, él es el técnico que promete una rápida intervención en los hechos y el burócrata que trabaja a reglamento, sin la menor responsabilidad, ajeno al sufrimiento de los familiares. Entre cada una de las entradas del siniestro personaje, Diana y Federico describen fragmentos de sus vidas cotidianas, se cuentan sus proyectos, logros y frustraciones. Con el tiempo la espera va minando sus fuerzas hasta que, de pronto, caen en la cuenta de la extrañeza de la situación: “Yo vi los aviones con mis propios ojos”, asegura él, en tanto su compañera afirma que el edificio se derrumbó a causa de un explosivo que se encontraba en su interior. Poco les importa, finalmente, constatar que cada uno vive en una Buenos Aires diferente. Abatidos por la espera, ofendidos por quien los agrede en vez de auxiliarlos, se resisten a darse por vencidos. Padecen la falta de respuesta y –esto acaban de descubrirlo– conviven en un presente que, desde el sufrimiento, se revela eterno e inmutable.