Dom 25.01.2004

ESPECTáCULOS

Cary Grant, un siglo del caballero de doble faz

Cumpliría cien años ese dandy que amaron las mujeres de su época y algunos directores como Hitchcock. Construyó un mito sobre su aparente naturalidad, y también sobre su vida privada.

Por Angel Fernández-Santos *

“No tengo nada que ver con los personajes que interpreto, no estoy dentro de nadie, sólo estoy dentro de mí. Me limito a interpretarme a mí mismo. Cuando era un muchacho, en la escuela, soñaba que me convertía en un tipo vividor que hace lo que le da la gana. Mi vida es el esfuerzo por hacer real aquel sueño de la escuela”. Esta superposición de dos de las pocas cosas precisas y con aire de sinceras que Cary Grant, siempre amurallado detrás de un cerco protector de palabras defensivas, dijo acerca de sí mismo, es toda una radiografía, un nebuloso, pero exacto retrato interior. Todos creemos saber, pero nadie acierta a decirlo, quién es en realidad este escurridizo inglés. Parece un tipo locuaz, pero si se aguza el oído es reservado, tímido y, arañando algo más la piel de su enigma y su paradoja, incluso lacónico. Suya es la presencia de un espíritu libre y abierto, pero deja ver que hay en su trastienda indicios de algo que se escapa, escondido e inefable.
Aquel elegante y enorme artista, nacido hace un siglo, dio el 30 de noviembre de 1966 un brusco viraje a su vida, dejando a la espalda 81 películas. Entre ellas, nueve obras mayores, adultas, dirigidas por los estadounidense Howard Hawks, George Cukor, Leo McCarey y Stanley Donen, y por su paisano Alfred Hitchcock: Sólo los ángeles tienen alas (Hawks, 1939), Encadenados (Hitchcock, 1946), Me siento rejuvenecer (Hawks, 1952), Con la muerte en los talones (Hitchcock, 1959), Historias de Filadelfia (Cukor, 1940), Luna nueva (Hawks, 1940), Charada (Donen, 1963), Tu y yo (Leo McCarey, 1940), La fiera de mi niña (Hawks, 1938). Tras 35 años de bostezos en la cumbre de la celebridad, se marchó al cumplir 62 en las estancias doradas de Hollywood, cortando el hilo de una plenitud artística, que en él era incluso todavía sexual, para convertirse, aunque atesoraba millones de dólares (de hace medio siglo) en un rincón acorazado de su casa, en un vendedor de cosméticos de lujo. Quizás ganduleando en las alfombras de cashmere del mundo, dio Grant la última caricia al redondeo del sueño de escuela sombría que a los 13 años lo disparó a la busca de luces.
Nació Archibald Alexander Leach el 18 de enero de 1904 en Bristol, Inglaterra, hace un siglo. Forjó su oficio de comediante en telones de fondo de teatros golfos del Londres de los años veinte. En 1920 le llegó la llamada de Broadway y acudió a ella, para encontrar una triste chapuza de hombre-anuncio en la esquina del mismo teatro al que ofreció sus talentos de cómico todoterreno. Ganó en las aceras de Nueva York lo justo para un billete de vuelta a Londres, donde su oficio siguió creciendo hasta ese peligroso punto de saturación que crea vicios irreparables en los recursos naturales de un actor. Se dio cuenta de ello y volvió a los gélidos aires de la escena de Manhattan. Y llegó en él el momento exacto para que actores dotados de presencia escénica y de voz y palabra llamaran la atención de los ojeadores de Hollywood, que estaban en busca de nuevos rostros con que paliar los estragos del salto del cine mudo al hablado.
Fue contratado en 1931 por la Paramount y Archie Leach se transformó en Cary Grant. La primera película en que intervino fue Esta es la noche. Siguieron varias más, pero su rostro no se hizo visible hasta que la gran Mae West lo raptó para su Lady Lou en 1932. Las puertas del estrellato se abrieron de par en par y comenzó la asombrosa carrera de un genial actoranguila, que dejó tras de sí una estela de obras de altísima distinción, como, además de aquellas cumbres aludidas, No soy ningún ángel, otra vez con Mae West; La gran aventura de Silvia (Cukor, 1936), La pícara puritana (Leo McCarey, 1937), Sospecha (Hitchcock, 1941), Mi mujer favorita (McCarey, 1942), Arsénico por compasión (Frank Capra, 1944), La novia era él (Hawks, 1949), Atrapa a un ladrón (Hitchcock, 1955), Indiscreta (Donen, 1958), y algunas otras. Se casó cinco veces y todas sus mujeres ofrecen descripciones divertidamente dispares entre sí del personaje. Se cuenta, pero no hay constancia –sólo unas fotos paródicas que ellos mismos encargaron– sino un cerrado mutismo, que Cary Grant rozó un sexto, y más que quimérico por entonces, matrimonio de hecho con el actor Randolph Scott, a quien conoció al poco de llegar a Hollywood. El escándalo de la turbia revista Confidencial y la exhumación de aquel episodio por el libraco Hollywood Babilonia tiran de la imagen, en exceso velada por la falta de testimonios y documentos, de un Cary Grant homosexual. Tampoco en esto es nítido el perfil de su oscuro y enigmático personaje.
El secreto de su poder, se dijo, es diabólico, consiste en no hacer nada ante de la cámara: no actúa cuando actúa. Irradia un dominio de la imagen de calidades magnéticas. Su pasividad ante la cámara es en realidad una distancia irónica, de rara energía e indescifrable procedencia. Son insuperables sus creaciones de hombres perplejos, que forcejean contra lo irracional; o de hombres taimados que eluden esa agresión para que sean otros quienes tropiecen con ella. De ahí que Grant domine hasta lo indecible el manejo del absurdo, la comedia, y su anverso, la tragedia; esa genial duplicidad existente entre el profesor David Huxley de La fiera de mi niña y el periodista Walter Burns de Luna nueva, antípodas absolutos; o entre el tierno zurrado Roger Thornhill de Con la muerte en los talones y el frío zurrador Devlin de Encadenados. Una cosa y su contraria, incluso dentro de un mismo personaje, entran sin esfuerzo en las portentosas concavidades expresivas de un artista que hoy cumple un siglo y que el paso del tiempo agiganta.

*De El País de Madrid. Especial para Página/12

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