ESPECTáCULOS
› MARTIN ROCCO HABLA DE “STAND UP A FULL”, EL OFICIO Y EL FENOMENO DE LOS MONOLOGOS
“La ciudad engendra personajes algo extraviados”
A diez años de su debut con Nadie me quiere en el Bululú –un auténtico semillero del género–, el monologuista lleva adelante su propio espectáculo en La Trastienda. En el medio están sus apariciones en Cómico, el show de comediantes que produjo un boom de público y en el que brilló con su ya mítico monólogo sobre Munro y la segunda selección. Aquí analiza las claves de una clase de humorismo que caló hondo.
› Por Silvina Friera
Cuando Martín Rocco agarra un micrófono y empieza a monologar, sus palabras consiguen rasgar el velo de lo trivial con observaciones sobre la parafernalia publicitaria, la vida y las costumbres en las grandes ciudades o las relaciones de pareja, que provocan una inmediata identificación en quienes escuchan. Qué hombre, en tiempos de sequía, no padeció el terrible escollo de tratar de levantarse a una mina insulsa, que aprendió a seducir hombres en un curso acelerado dictado por Martina Navratilova. Qué mujer, acostumbrada o resignada a los disfraces de la lascivia masculina, no detectó que hay tres tipos de miradores de culos: los lujuriosos (esos que miran con ganas y no disimulan), los que se hacen los distraídos y los que miran como si estuvieran enojados. Los disparos de Rocco, a veces, perforan de risa a sus espectadores, pero antes de atravesar a los otros, se pega a sí mismo. Nunca habla desde un personaje distanciado –su fuerte no es el histrionismo, tampoco la actuación– ni se sube al púlpito para desgranar discursos morales, disfrazados de monólogos chistosos en tercera persona. Lo que distingue a este comediante, que todos los jueves a las 21 presenta Stand up a full en La Trastienda (Balcarce 460), es un estilo de humor autorreferencial. “Más que gordo estoy bien”, dice, mientras su voluminosa panza desmiente la afirmación. “Tengo el peso normal de una persona de dos metros de altura.”
En la entrevista con Página/12, Rocco recuerda sus primeros pasos –hace 10 años– en el métier del stand up comedy, un estilo de comedia estadounidense que se caracteriza por la actuación del comediante solo frente al público, sin más ayuda que un micrófono y su imaginación. Se hicieron conocidos practicando este estilo nada menos que Woody Allen, Lenny Bruce, Robin Williams, Steve Martin, Billy Cristal, Jim Carrey y Jerry Seinfeld, entre otros. Rocco, un ex publicista que trabajó durante quince años en varias empresas (llegó a ser medalla de oro en el Festival de Nueva York), cambió “el mundo de las cuentas publicitarias” por los escenarios. “Estudié teatro con Rubén Szuchmacher, pero me di cuenta de que creando personajes era malo. En cambio, me destacaba en la escritura de monólogos”, aclara. En octubre de 1993 debutó en el teatro Encuentros y luego arrancó con un ciclo en el Bululú, semillero de muchos de los que hoy cultivan el stand up. “En la primera función del Bululú invité a todos mis amigos que, por supuesto, se murieron de risa. Entonces pensaba que había nacido para esto. La segunda función, en cambio, eran todos extraños y sólo se rieron dos. La idea era interesante, pero tenía que pulir los monólogos. Cuando estás arriba del escenario, hacer sapo es horrible, pero pasar por esa experiencia me sirvió para crecer y mejorar.”
Desde Nadie me quiere (en el Bululú) pasando por su participación en Cómico (junto a Diego Reinhold, Damián Dreizik, Natalia Carulias, Gustavo Garzón, Peto Menahem y Florencia Peña), este monologuista se fue transformando en un peso pesado –literal y físicamente– en las ligas del stand up. Acaso su “fama” (los que lo veían recomendaban Cómico, para escuchar, entre otros, el derrotero del gordito rechazado al que todo le parecía fallado) se deba a ese monólogo imperdible de un tipo de “rioba” desafortunado, que vive en Munro. No sólo el barrio es de segunda selección: también su perro, su novia, las plazas, las comidas y todas las mujeres. Claro que la calamidad “del mundo contra mí” no concluye ahí. En su departamento, las cucarachas, hartas de la mugre, optan por suicidarse debajo de los zapatos del dueño de casa. “Como vivía en Olivos, iba mucho a comprar a Munro, a la calle Mitre. El monólogo de segunda selección surgió por el tema del rechazo: ¿dónde podía vivir un tipo rechazado?”, se pregunta Rocco. “Un chiste puede surgir de la observación más trivial o de un juego de palabras. Un día leía el porcentaje de tenor graso que tenía un sachet de leche. Descubrí que esto me habilitaba a hacer un juego de palabras: El único tenor graso que conozco es Luciano Pavarotti”, explica Rocco, que enseña su oficio en los cursos de monólogos humorísticos que dicta en el Centro Cultural Rojas.
“Cuando digo que cualquier boludo se pone a hacer lemoncello en la casa, me estoy refiriendo a las características de una sociedad que se deja avasallar por lo que impone la moda. Estoy dejando de lado el remate fácil para introducir más observación social. Trato de rastrear a través de las publicidades los mecanismos de funcionamiento de la sociedad”, subraya Rocco.
–Usted al principio encara los monólogos con cierta timidez, como si estuviera incómodo en la situación de enfrentar al público. ¿Es algo que le pasa?
–No, es un vicio que me quedó del espectáculo Nadie me quiere. Cuando aparecía le preguntaba al público: “¿Ya me quieren o todavía no?”. Es cierto que en Stand up a full arranco con esta actitud, pero después me planto más en el escenario, demuestro que tengo algo que decir, que estoy más seguro. En realidad, soy yo el que sale a escena, con una impronta más descarada o enojada. Lo importante es comunicarse con el público porque si no me pasa nada con el texto a la gente tampoco. Cuando te involucrás con lo que estás contando, todo lo que decís en primera persona es más visceral. Para el humor no hay como la verdad. La gente se ríe de algo que es verdad.
–¿La complicidad con el público está basada en lo autorreferencial de la mayoría de sus monólogos, en esa visceralidad?
–Sí. Y algunas de las experiencias que cuento son reales, me pasaron a mí, como el monólogo de la mina flaca, en el que narro cómo una chica termina con una fractura de pelvis por la calentura del tipo que hace meses que no cogía. Hace unos años me separé y recién a los seis meses volví a salir con una mujer. Por ese entonces, yo ya era un tipo bastante gordo y la mina era muy delgada, supongo que no pesaría más de 55 kilos. Lo pasamos bárbaro... mucho sexo. A los pocos días la llamo con la intención de volver a verla y ella me cuenta que estaba en cama porque le había esguinzado la pelvis. Como esta situación me pareció copada para incluirla en un monólogo, la llevé al extremo de la fractura.
–¿El humor consiste en llevar experiencias verosímiles al extremo de lo real?
–Sí, puede ser una forma de rematar un chiste por exageración. Cuanto más exagerado lo hacés más divertido resulta. Me parece que está relacionado con la originalidad en el cambio de eje. Llevás una historia para un lado y después la rematás para el otro. Marcos Mundstock lo hace en un sketch de Les Luthiers. Abre la carpeta y la hoja que tiene que leer no está. Alguien se la trae y empieza a leer: arroz cuatro con cincuenta, durazno tres con ochenta, y devuelve la hoja quejándose porque los productos son carísimos, en vez de decir que le dieron la hoja equivocada. Mientras como espectador pensás que se equivocaron de hoja, él remata con un cambio de eje. El humor se produce cuando te descolocan, cuando el knock out viene por una piña que el tipo no ve. Si vos estás preparado para recibir un golpe, te corrés y lo esquivás, pero cuando no ves venir el golpe o lo esperás por un lado y aparece por el otro, te distrajo y te agarró desarmado. En el humor el remate que mejor funciona es aquel que el espectador no puede anticipar.
–¿Por qué en sus monólogos también arremete contra las inseguridades y paranoias de la clase media?
–Es interesante que en la Argentina se admire tanto a Woody Allen, lo que tal vez indicaría que hay mucha gente que es como él: obsesivo, paranoico, perseguido. De todos modos, es un fenómeno propio de Buenos Aires. Vivir en esta ciudad te convierte en un paranoico en potencia. Cuando no es la inseguridad, es la mugre o los baches en las calles y así sucesivamente. El porteño es un reciclador de obsesiones: cuando consiguealgo se da cuenta que le falta lo otro. Las ciudades engendran cierto tipo de personajes desviados y extraviados porque son muy excluyentes y complicadas: cuanto más gente hay, más solos y aislados se sienten los individuos.