ESPECTáCULOS
› HACE CUARENTA AÑOS, EL GRUPO INGLES LLEGABA A ESTADOS UNIDOS Y DESATABA LA BEATLEMANIA
Febrero de 1964, o el mes en que The Beatles
Desde entonces, ya nada fue igual. Paul McCartney, John Lennon, George Harrison y Ringo Starr pusieron a Estados Unidos a sus pies, con un show televisivo visto por 73 millones de personas y un single arrasador. Pero detrás de la Beatlemanía hubo algo más que grandes canciones.
› Por Eduardo Fabregat
Son cuarenta años, aunque bien podría hablarse de una era prehistórica. El aeropuerto de Nueva York fue la Normandía del rock, y el 7 de febrero de 1964 pasó a la historia como el día D de la British Invasion. The Beatles, el grupo inglés que venía calentando la cabeza de todo joven estadounidense con un mínimo de sensibilidad, se bajó del avión para enfrentarse a una multitud dispuesta a pisotearse con tal de ver de cerca a los responsables de I saw her standing there, She loves you y sobre todo I want to hold your hand, el single que, lanzado el 26 de diciembre, ya había vendido un millón y medio de copias. A ambos lados del Atlántico, ya nada sería igual: Los Beatles empezaban un reinado mundial cuya existencia efectiva llegaría apenas hasta 1970, pero que dejaría una marca indeleble. Desde entonces, una pregunta sin solución alimenta miles de charlas: ¿qué hubiera sucedido de no haberse producido el feliz encuentro entre Paul McCartney, John Lennon, George Harrison y Ringo Starr? Esa explosión fanática conocida como Beatlemania, ¿podría haberse producido con otros protagonistas? La discusión es ociosa, porque al cabo Los Beatles existieron e hicieron lo que hicieron. Pero lo cierto es que ni siquiera un grupo de su calaña podría haber generado tal explosión de no mediar un par de coordenadas históricas y personajes necesarios. Detrás de la Beatlemanía hubo mucho más que grandes canciones.
Todo triste
Hasta el más superficial de los análisis señala al asesinato de John F. Kennedy, en noviembre de 1963, como uno de los factores que incidieron en la conquista Beatle. Al sueño optimista americano le habían metido un balazo en la cabeza, y a comienzos de 1964 la juventud estaba necesitando con urgencia algo que le sacudiera el luto. El ahora presidente Lyndon B. Johnson, buscando profundizar las políticas de Kennedy, había anunciado el plan Great society (“Gran sociedad”) para mejorar la salud y educación de los sectores más pobres, e impulsaba un acta de derechos civiles que terminara con la discriminación de los negros en lugares públicos... pero también comenzaba a formalizar el envío de tropas y más tropas a cierto lugar conflictivo llamado Vietnam.
En lo estrictamente cultural, los medios seguían sin discusión los dictados mainstream de lo que debían consumir los jóvenes: los dislates cometidos por Chuck Berry (procesado por trata de blancas), Jerry Lee Lewis (casado con su prima de 14 años), Gene Vincent (perdidamente alcohólico) y otros pioneros habían venido de perillas a quienes consideraban el ascenso del rock and roll de origen negro una amenaza. Elvis Presley ya había sido chupado por las películas bobas, el enrolamiento en el Ejército y su propio aburrimiento. Durante 1963, las radios habían repetido canciones leves para surfers como Sugar shack (Jimmy Gilmer & the Fireballs) o Surfin’ USA (Beach Boys), y también The end of the world (una balada llorosa de la cantante country Skeeter Davis), Hey Paula (del blanquísimo dúo de Texas Paul & Paula), Blue velvet (el crooner dulzón Bobby Vinton), My boyfriend’s back (del trío de rubias The Angels), Alice in Wonderland (Neil Sedaka) y hasta El watusi, de Ray Barreto, o lo que se entendía en esos tiempos por desenfreno bailable. Dígase de una vez: la radio norteamericana apestaba.
Y sin embargo, había un bolsón de resistencia. Alan Freed, el DJ que popularizó el término rock and roll, había caído en desgracia por la payola, el escándalo del dinero bajo cuerda para garantizar la difusión de ciertas canciones. Pero un tipo llamado Murray Kaufman no estaba dispuesto a cometer el mismo error: en la neoyorquina WINS, Murray The K se daba el lujo de pasar a Marvin Gaye, las Ronettes, James Brown, Sam Cooke, The Drifters, Roy Orbison y un tal Bob Dylan. Cagándose de manera olímpica en el dictado de los ejecutivos discográficos, el programa Swinging soireé no sólo hacía escuchar esa música que parecía no existir en radio y TV, sino que presentaba a un conductor ácido, rápido de reflejos, conocedor de música, capaz de transmitir desde la calle, el subte y hasta un avión de la Fuerza Aérea. A comienzos de los ‘60, Murray The K era el hombre de la radio, y solía acompañar a grupos estadounidenses que salían de gira por Inglaterra... teloneando a The Beatles.
Brian Epstein, manager del cuarteto inglés, era algo lerdo en sus negociaciones comerciales pero no comía vidrio. Por eso supo escuchar atentamente la recomendación de que, si quería conseguir “algo” en Estados Unidos, se acercara a Murray The K. Epstein no había conseguido interesar a Capitol (filial estadounidense de EMI) en Please please me ni Love me do, y las ediciones de Please... y She loves you en los pequeños sellos Vee Jay y Swan habían sido un completo fracaso: Los Beatles ya habían conquistado Inglaterra y Francia, pero Epstein no quería llevarlos al otro lado del Atlántico hasta estar seguro del éxito. Cuando el DJ se volvió a Manhattan con los primeros singles británicos, y sobre todo cuando puso al aire I want to hold your hand (finalmente editado a regañadientes por Capitol), algo hizo clic. Y no fue sólo la caja registradora.
Día D
Murray Kaufman se convirtió en el vocero oficial de ese ignoto grupo británico. Su instinto musical les había hecho jugar varias fichas a los melenudos, y la insistencia de su público en que los pasara una y otra vez lo convencía más y más. Apoyado en ese creciente runrún alrededor de the boys, Epstein pudo acceder a la negociación con otro personaje central de la invasión. Desde 1948, cada domingo el público televisivo cumplía una cita ineludible con algo inicialmente llamado Toast of the town, pero que desde 1955 portaba el nombre de The Ed Sullivan Show. Era curioso: el tal Sullivan, ex periodista gráfico, era feo, de gestos torpes, con una dicción y elocuencia ciertamente pobres, pero el público lo amaba. En 1962, el animador había viajado a Europa, y la casualidad quiso que en el aeropuerto de Heathrow fuera testigo de una de esas recepciones que los ingleses daban a The Beatles cada vez que volvían de gira. En noviembre de 1963, Epstein viajó a Estados Unidos y arregló con Sullivan dos actuaciones en el show de la cadena CBS, con una paga de 3500 dólares cada una. Regalado, si se tiene en cuenta que el programa facturaba publicidad a 6 mil el minuto.
Dos días antes del primer show, entonces, Los Beatles llegaron a Nueva York y les quedó claro que Murray había hecho bien los deberes, diseminando el virus. Entre la gente se veían carteles con la frase “Welcome Beatles”, pero también otros alusivos a sus raros peinados nuevos, como “Los Beatles están matando de hambre a los peluqueros” o “Los Beatles, una injusticia para los pelados”, y hasta algunos de corte político como “Ringo Starr, Primer Ministro” e “Inglaterra, fuera de Irlanda”. Al pie del avión, además, el grupo recibió su primera dosis de lo que se convertiría en una pesadilla: un ulular penetrante, agudísimo, proveniente de miles de gargantas femeninas.
Para la prensa estadounidense, ese despliegue casi exclusivamente femenino confirmaba su teoría de que los melenudos no eran más que otro invento, one hit wonders que desaparecerían una vez pasada la fiebre para dejar paso al próximo ídolo descartable. Pero la conferencia de prensa en el aeropuerto los puso frente a cuatro pibes de respuestas rápidas y agudas, sin mayores señales de la afectación inglesa y evidentemente divertidos con toda la situación. Si eran un invento, eran uno de los buenos. Faltaba comprobar si esos cuatro tipos sabían tocar.
Invasión
The Beatles sabían tocar. El 9 de febrero de 1964, nada menos que 73 millones de personas lo comprobaron en vivo y en directo, cuando el cuarteto arrasó el Ed Sullivan Show con All my loving, Till there was you, She loves you, I saw her standing there y, por supuesto, I want to hold your hand. Los estadounidenses, que nunca habían visto al grupo, se encontraron con Lennon y McCartney disparando perfectos arreglos de voces, un Ringo casi caricaturesco pero bien preciso y George Harrison metiendo unos acordes que estaban a años luz de lo que salía de las radios. En un golpe de efecto fenomenal, Sullivan anunció la llegada de un telegrama de Elvis Presley felicitándolos, la aprobación pública de un icono indiscutido: sólo después Los Beatles sabrían que Elvis no tenía nada que ver en el asunto, y que el cable había sido una idea del Coronel Parker para que su protegido no se perdiera el rebote de semejante ola.
El mito asegura que, durante los diez minutos que duró el show de The Beatles en TV, en Nueva York no se registró ningún delito. Puede no ser rigurosamente cierto, pero la invasión se había concretado. De Nueva York (donde dieron dos shows en el Carnegie Hall), Los Beatles viajaron en tren a Washington, para un show en el Coliseum en el que no sólo no pudieron escuchar absolutamente nada de lo que estaban tocando (pese a lo cual, como puede comprobarse en las grabaciones, no perdían una nota), sino que además lo hicieron bajo una lluvia de pastillitas de goma, producto de un comentario de Harrison acerca de que les gustaba esa golosina. Nada, sin embargo, vulneraba el buen ánimo de Los Beatles veinteañeros, que disfrutaban todo ese fanatismo y conquistaban hasta al periodista más recalcitrante con su frescura y encanto, y a la hora de salir al ruedo volteaban todo prejuicio con un profesionalismo a prueba de balas y canciones para el recuerdo. Hubo una nueva presentación para millones en el Ed Sullivan Show, esta vez desde Miami, y el 21 de febrero Los Beatles subían al avión –con Murray, autodenominado quinto Beatle y empezando a agotarles la paciencia, a la rastra– para volver a casa y encontrarse con un Heathrow aún más colmado de gente que celebraba a la tropa triunfante.
Silencio
Dos años después, en la cuarta visita al territorio conquistado, Los Beatles se enfrentaron a la furia desatada por las comparaciones de Lennon sobre su popularidad y la de Jesucristo. La gira ‘66 fue un espanto, tocando bajo la lluvia en lugares sin techo y con equipamiento pobre, con amenazas del Ku Klux Klan, el griterío incesante y un Epstein progresivamente deteriorado por las pastillas y la sensación de que el grupo ya no lo necesitaba. Tras un show sencillamente insoportable en el Candlestick Park de San Francisco, el 29 de agosto, el grupo decidió abandonar los escenarios. Murray the K ya había sido despedido de WINS, que optaba por el clásico formato de Top 40 digitado por los sellos. Ed Sullivan, en tanto, presentaba una nueva estrella: un muñequito de goma espuma que encantaba a los norteamericanos, manipulado por la italiana Maria Perego Caldura. No tenía flequillo ni guitarra, sino un par de orejas enormes y ojos celestes: un tal Topo Gigio.
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