Vie 05.03.2004

ESPECTáCULOS  › SERRAT ACTUO CON LA FILARMONICA EN EL COLON

El encanto de la desnudez

Más de 3 mil personas ovacionaron al gran compositor en una actuación de notable peso simbólico. La magia de las canciones alcanzó para sostener el ritual, a pesar de las orquestaciones.

Por D. F.

Una fantasía sinfónica sobre el tema La paloma, aquella hermosísima canción de Joan Manuel Serrat sobre un texto de Rafael Alberti, orquestada con profusión de bronces, a la manera del cine de la década de 1950, despertó la primera ovación. Las más de 3 mil personas agolpadas en cada rincón posible del Teatro Colón –incluyendo los pasillos, donde permanecieron estoicamente de pie– festejaban la inminencia de la aparición de Serrat, sus canciones y también, desde ya, el doble efecto simbólico de una orquesta sinfónica y de esa sala legendaria. Sobre el final de la pieza orquestal, el compositor y cantante entró en escena. En ese momento, con esas notas, en la versión cantada hubieran sonado las palabras “se equivocaba”. La coincidencia fue premonitoria.
“Serrat sinfónico es un manojo de canciones que primero hemos desnudado para vestirlas después”, explicó el cantante en un momento de su presentación. Como esas bellas actrices que llegan a la fiesta del Oscar siempre afeadas por peinados demasiado tirantes o vestidos brillantes en exceso, estas canciones –algunas de las mejores jamás compuestas– hubieran quedado mejor vestidas desnudas y en lo oscuro. Podría decirse que las canciones necesitan de la mecánica del show para circular, para hacerse conocidas, para permitir el éxito. No hay canciones sin industria del espectáculo (es decir: nadie podría escucharlas). Tampoco hay arado sin caballos. Pero estos caballos han ido comiendo cada vez más, se han ido poniendo monstruosos y, a esta altura del partido, todo lo que se coseche estará destinado, más tarde o más temprano, a alimentarlos. El show ha seguido su curso, se ha independizado de las canciones que le dieron origen, se les ha impuesto y entonces, como las leyes del espectáculo indican que todo final debe ser hacia arriba, esa lógica triunfal se impondrá a palabras tan poco triunfales como “se equivocaba” o, en La bella y el metro –una exquisita letra llena de la agudeza observadora del mejor Serrat–, a un verso como “y yo la miraba a ella, que no me miraba”. De la misma manera, con la sutileza de quien sale a matar moscas con un bombardero, los cornos y trompetas de Amargós harán todo lo posible por sepultar cualquier clase de intimidad y pasarán por arriba de canciones como Penélope (que, como las actrices en la ceremonia del Oscar, a pesar de todo harán notar que son bellas).
El orquestador debió haber escuchado un poco menos de música de cine (música de cine antiguo, para peor) y un poco más de lo que hacían Gordon Jenkins con Sinatra, Argentino Galván para Rivero y Goyeneche, en la orquesta de Troilo, o, más cerca, Jacques Morelenbaum para Caetano Veloso. Salvo algunos escasos solos de violín, cello, flauta u oboe, muy bien tocados por los integrantes de la Filarmónica de Buenos Aires, la orquesta fue tratada de manera predominante como masa. Faltaron los pequeños grupos, los trabajos por sectores y, sobre todo, un concepto en el que primara el respeto por el clima original de la canción en lugar de la idea de grandeza a toda costa. Pero no fue el criterio de orquestación lo único que conspiró contra el natural intimismo de, por ejemplo, Aquellas pequeñas cosas, Pueblo blanco o la genial Mi niñez. Una amplificación tan metálica como innecesaria en el caso de la orquesta y una iluminación con abundancia de fucsias, neones y estrellas, más digna de un hotel de Las Vegas que de uno de los grandes autores de canciones del siglo XX, pusieron en escena hasta qué punto este show (esta idea de marketing) y su material (Serrat y sus canciones) corrieron en direcciones opuestas.
Es claro que estas orquestaciones no enriquecen las canciones –a lo sumo las engordan– y que el abuso es aún más imperdonable en tanto alguna vez ellas tuvieron arreglos magníficos. El responsable de aquéllos, Ricard Miralles, esta vez estuvo limitado al lugar de seguro pianista. Serrat, mientras tanto, con su inteligencia, sentido del humor y carisma, logró imponerse sin dificultad al equívoco general. Desde la rapidez para contestar a una mujer que le enrostraba intempestiva un “no se escucha”, con un “yo a usted la escucho perfectamente”, hasta su pedido para que el público esperara que las canciones terminaran para empezar a aplaudir (“es que el arreglador se ha tomado el trabajo de componer estos finales y los músicos ponen su esfuerzo para tocarlos lo más bonito que pueden; y, además, como en otros aspectos de la vida, terminar es lo más importante y no está nada mal demorar ese momento”), cada una de sus intervenciones fue un espectáculo en sí mismo. Cabe allí, también, la autoironía de una canción como Fa vint anys que dic que fa vint anys que tinc vint anys. “Es la canción más amortizada de mi vida”, explicó. Y es que el título primero había sido Hace veinte años, para transformarse luego en Hace veinte años que tengo veinte años y, finalmente, en Hace veinte años que digo que hace veinte años que tengo veinte años.
Juan José García Caffi, quien dirigió ajustadamente a la Filarmónica, tocó a cuatro manos con Miralles en No hago otra cosa que pensar en ti. Y, en el momento más perfecto de la noche, Miralles sólo se sumó a Serrat para Lucía. En el aplauso sostenido, en la felicidad del público, se jugaba, además del mayor o menor acuerdo con esta versión sinfónica de Serrat, el reconocimiento a la trayectoria y una de las poéticas más contundentes de la canción contemporánea. Las tradiciones del esperpento de Valle Inclán y el drama rural español, más la poesía de la Generación del ‘27 y la herencia de los cantantes y poetas franceses de la década de 1950 (sobre todo Vian y Brassens) encontraron en Serrat el mejor continuador posible. Por la importancia de su obra pero, también, por el peso particular que ésta tiene para la sociedad argentina, Serrat merecía estar en el Colón. Y, desde ya, el Colón se merecía a un artista de su categoría. Queda para una próxima vez, quizás, una concepción musical con la que esas canciones, desnudas y en lo oscuro, puedan lucir su brillo.

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