ESPECTáCULOS
› HECTOR ALTERIO REPASA SU VIDA Y SU CARRERA, QUE LE VALIO EN ESPAÑA EL PREMIO GOYA
“No hice nada que repugnara mis convicciones”
Aunque lleva ya tres décadas en España, el protagonista de La historia oficial se sigue considerando quintaesencialmente argentino, como lo declara al periodista español Juan Cruz, en una entrevista en la que habla no sólo de su profesión, de su familia y de la experiencia del exilio, sino en la que también canta, por qué no.
Por Juan Cruz *
Cuando le oyes contar cómo se sintió en el límite, cuando fue amenazado por el terrorismo fascista argentino de la Triple A, y te fijas en sus ojos intensamente azules, parece que este hombre está hablando con ternura del drama que hubiera padecido un conocido suyo. Es un actor, pero en ese momento en que Héctor Alterio parece que está hablando de otro lo que refleja su rostro es la perplejidad con que asumió entonces la brutal amenaza. Ese momento, hace más de treinta años, lo vivió en España, exactamente en el hotel Wellington, en medio de la ilusión de un viaje de artistas. Tanto tiempo después, él sigue teniendo consigo a aquel hombre asustado, que ha subido a veces con pesar, pero siempre con orgullo la cuesta de seguir viviendo. Lo consiguió, y ahora es un gran actor celebrado en muchos idiomas, con decenas y decenas de películas y obras de teatro en su haber, y la satisfacción, además, de tener dos hijos que ya son actores muy conocidos, y muy requeridos, en España, Ernesto Alterio y Diana Alterio. Ellos fueron los encargados de entregar a su padre el Goya de Honor que la Academia de Cine le concedió el pasado mes de enero. En ese momento, cargado de hombros, sereno, lacónico, muy serio, con sus ojos glaucos fijos en el horizonte, el actor se quedó dentro de sí mismo, como si reflexionara sobre su historia personal en España, tantos años antes, cuando estar vivo era una coincidencia que había que celebrar todos los días. Agradeció con muy pocas palabras la alegría que le daban sus propios compañeros, y sus hijos, pero dejó en seguida el escenario, como si tuviera prisa por ser otra vez el hombre que lleva consigo. Días después le vimos sentado ante su mesa de siempre en la cafetería muy espaciosa y conocida de un hotel multitudinario de Madrid, y la forma distraída con la que afrontó ese honor tan importante, y a la parafernalia que lo adorna, mostró otra vez un Héctor Alterio enfrascado en su propia intimidad, en la gloria de estar vivo y sereno y de ser él mismo después de tanto tiempo de haber sido otros, en el escenario del teatro y en el plató del cine. Ese día, cuando lo encontramos en aquella cafetería, vestía un elegante pulóver amarillo que resaltaba sus rasgos mediterráneos y también argentinos; estaba enfrascado en la lectura de un periódico deportivo. Durante nuestra conversación no pidió ni un café, se mantuvo siempre cordial e interesado en las preguntas, rió a veces, muy educadamente, y hubo un momento especialmente célebre para el entrevistador: fue cuando, incitado a hablar de sus recuerdos de infancia, sus antecedentes italianos, lo que le contaban sus padres, y sobre todo de su madre, Héctor Alterio rompió a cantar viejas canciones napolitanas que de pronto llenaron de su voz, hasta el momento cadenciosa, el espacioso salón de la cafetería. A las canciones italianas siguieron las canciones argentinas, y en algún momento su cara se iluminó por la memoria y el actor pasó de ser el hombre cercado por muchos otros (no en vano él se llama Alterio, y eso viene a significar los otros) a ser un hombre o un joven o un niño animado por su propia historia. Cuando ya nos levantamos y Héctor Alterio dejó de cantar, nos dio la mano como si se saliera de una película para esconderse de la luz. Cuando le vimos acercarse a la calle, cargado de espaldas, elegante, nos dio la impresión de que iba consigo mismo, descargado de la invasión sucesiva de todos sus personajes.
–¿Cómo se sintió cuando le entregaron sus hijos el Goya de Honor?
–Bueno, había mucha parafernalia, un poco agobiante. Pero en este tipo de acontecimientos siempre se produce lo que uno más espera: la alegría de los que de verdad se alegran de que a ti te vaya bien. Eso lo rescato por encima de cualquier cosa. Me ha ocurrido muchas veces lo contrario en la vida, a veces me he encontrado muy mal; pero cuando alguien se muestra contento por mí, eso lo recibo como un regalo. Y eso es lo que hallé en numerosos amigos, compañeros y colegas a los que hacía años que no veía...
–¿Y qué encontró usted cuando se encontró mal?
–En toda situación límite uno descubre quién es quién. Y cuando me hallé mal, aquí, en España precisamente, también hallé personas que no tenían ningún compromiso conmigo, pero que me ofrecieron su mano por pura solidaridad, me ofrecieron todo sin esperar nada a cambio...
–¿Qué pasó por su mente cuando hace treinta años padeció aquí mismo la amenaza de muerte y entendió que ya era un desterrado?
–Fue como un mazazo en la cabeza; me dejaron aturdido, no sabía ni por qué me pegaban ese mazazo ni quién me lo pegaba ni cómo defenderme de él... Fue una horrible sorpresa, que ni te esperas ni está en tus cálculos... En algún momento es como si no fuera verdad, y entonces te divierte, como si le estuviera sucediendo a otro, es como si alguien te dijera de pronto: “Bueno, y ahora eres japonés”... Y eso fue lo que me pasó en el hotel Wellington de Madrid cuando estábamos esperando, con la delegación del cine argentino, a seguir viaje al Festival Internacional de Cine de San Sebastián, en 1974... Ahí fue cuando llegó el conserje: “Señor Alterio, señor Alterio...”, y entonces me dio el terrible recado: “Ha llamado al hotel un hombre con acento argentino diciendo que si usted no se va pondrán una bomba”. La Triple A me había condenado, y no era una broma; era una amenaza que me afectaba a mí en primer lugar, pero también a las setecientas personas que podían estar en ese momento en el hotel... Fue un golpe tremendo, un mazazo...
–¿Y cuál fue su primera reacción?
–Pensé: esto no puede ir conmigo... Pero cuando comenzó a llegar el resto de la delegación, vi sus rostros y tomé conciencia de lo que estaba significando todo aquello, entonces sentí el miedo, miedo a 13.000 kilómetros de distancia, miedo a lo que estaba haciendo la Triple A contra abogados laboralistas, sindicalistas, profesionales, escritores, periodistas, actores... Un miedo intenso, miraba hacia atrás y veía signos de amenaza, dormía en casas de amigos, cambiaba constantemente de domicilio... Hasta que mi mujer decidió venir con nuestros dos hijos, unos niños aún, y nos instalamos en un hostal de la calle de Bravo Murillo... El miedo no se calmó: salía al balcón de la pensión con mi hijo, arropándolo, tenía miedo de que atentaran también contra él en mis brazos... Toda esa paranoia me persiguió durante dos años, al menos, y fue agravada por la inestabilidad profesional: nadie sabía quién era yo, qué podía ofrecer..., yo no sabía si podía seguir siendo un actor... Por eso, porque la situación era tan desfavorable, valoré más la solidaridad que sentí en los españoles que me acogieron...
–¿Cómo está su país ahora?
–Yo creo que estamos por el buen camino... Lo veo por el testimonio de amigos que vienen y van, parece que se está inyectando optimismo y el Gobierno ha alcanzado cotas importantes de apoyo popular...
–Héctor, ¿el haber sido un exiliado le hace a uno para siempre un exiliado?
–Evidentemente, no me puedo considerar un exiliado porque tuve la oportunidad de volver y regresé... Ahora no me siento exiliado, pero sí me siento argentino... No soy español, con todo lo que yo amo a este país: soy argentino. Y ante cualquier actitud de cierta trascendencia, yo me siento representando a mi país, estoy pensando en mi país y en mis amigos... Yo no me hubiera ido de la Argentina, ni siquiera a Uruguay, a intentar hacer mi profesión... No estaba en mis planes; siempre fui de Buenos Aires, muy porteño... Mi profesión estaba centrada en mi país de origen... De pronto se produjo aquello, y yo me sentí en España acompañando a compañeros que volvían a Buenos Aires, y entonces Barajas era como las rejas de una cárcel después de la cual estaba Argentina...
–¿Cómo empezó a ser actor?
–En la escuela primaria, e incluso mucho antes, poseído de una gran necesidad histriónica de protagonizar y de entretener... Me recuerdo a los siete u ocho años entreteniendo a niños de mi edad que se sientan a mi alrededor, en corro, y yo en el centro, y los veo muy alegres, sonrientes, lanzan carcajadas, y yo me veo disfrutando la satisfacción vanidosa de ser el centro de atención... En la primaria imitaba a mis profesores... Yo era un chico enfermizo, y eso me acrecentaba más mis fantasías que mis realidades... Y cuando ya era un joven, me disfrazaba en carnavales, y con el disfraz era dicharachero, arriesgado, conquistador... Eso me producía una satisfacción tremenda. Por eso soy un actor: para ser otro.
–¿Y ahora qué personalidad manda en usted? ¿La del chico solitario y enfermizo, la del chico del disfraz...?
–He descubierto hace muchísimos años que me divierto mucho leyendo los papeles que me proponen, en soledad doy rienda suelta a mi histrionismo..., pero esa actitud creo que conecta con el solitario y también con el que se disfrazaba para atreverse a ser otro... Yo me divierto solo, conmigo mismo, y eso me hace muy bien; pero si cuando estoy solo, estudiándome un guión, escucho un ruido o la gente se acerca, me inhibo totalmente, me encierro como en una concha...
–¿Qué personaje le hizo exclamar: “Este soy yo”?
–Más bien el que me hubiera gustado ser. Es el personaje que hice en El nido, de Jaime de Armiñán. Me hubiera gustado ser ese personaje; tenía la cultura que yo no tengo, tenía unas capacidades musicales que yo no tengo, disfrutaba de un estatus económico del que yo no dispongo, tenía una casa que yo no tengo, podía enamorarse de una chica como Anita Torrent, siendo agnóstico era amigo de un cura con el que mantuvo esa relación sin enfrentamiento alguno...; en fin, disponía de un montón de cosas que a mí me hubiera gustado tener...
–Debe producir cierta frustración salir de la película y ya no ser todo eso...
–Ya, pero tampoco soy de los actores que se llevan el personaje a casa, porque si hubiera sido así hubiéramos terminado mi familia y yo en el manicomio... Lo que nos compensa es seguir haciendo de...
–Usted tiene una familia de mucho tiempo y es muy unida...
–Sí, mi mujer es la de siempre, y eso hoy parece una rareza... Lo pasamos muy bien, con dos hijos que nos han dado muchas alegrías...
–Su hijo Ernesto me ha dicho que usted le dejó una vez escrito un consejo, cuando él empezaba: “Diviértete y ten un poco de mala leche”...
–Me gusta la mala leche si se puede dosificar y no hace daño gratuitamente a otros; es buena cuando va combinada con buen humor, me encanta el humor... También le aconsejé que cuando llegara a un escenario se buscara una silla en la que acomodarse, porque a nosotros nos pagan por esperar...
–¿Hubo algún personaje que hizo a regañadientes?
–Muchísimos, imagínate; si uno vive de esta profesión siempre surgen personajes que o tomas o te quedas a dos velas... Pero nunca hice ningún personaje que repugnara mis convicciones estéticas o ideológicas...
–Ahora su veteranía impondrá a los directores...
–Sí, a veces no se animan a corregirme, pero yo animo a los jóvenes a dirigirme de veras... Donde yo me siento de veras dueño de mí mismo como actor es en el teatro, ahí domino mi personalidad y mi tiempo... Ahí hago una gimnasia revitalizadora, me rejuvenece y me hace estar atento a mi trabajo... Soy consciente de que ese señor que viene a ver la representación número 115 es como el que vino a ver el estreno, y, por tanto, me siento obligado a actuar yo mismo como si fuera la primera vez... Ese es un desafío que me he impuesto y que me hace muy bien... Necesito hacer teatro.
–¿Y qué rechaza en la vida?
–La insolidaridad, el autoritarismo, la hipocresía... Ahora vivimos en España y en Argentina en democracia, y cuando llueve tiene que llover, y cuando no llueve, pues no llueve; pero cuando te imponen la vida te revuelves...
Poco después Héctor Alterio se puso a cantar en italiano, y pensamos que donde de veras se halla cómodo, como si no fuera de ningún otro sitio, es en el recuerdo de las canciones italianas de su madre. “Me acuerdo hasta de la entonación con la que cantaba en casa cuando aún no tenía seis años.” Cierra los ojos y canta, un niño feliz, el otro.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.