Mié 27.03.2002

ESPECTáCULOS  › EL SAN MARTIN ESTRENA UNA VERSION DE “EL MISANTROPO”

La argentinidad de Molière

El director francés Jacques Lassalle trasladó a la Argentina en 1920 la acción de la obra, original de 1666. Los actores Horacio Roca y Jorge Suárez cuentan en esta nota por qué esa decisión beneficia la puesta.

› Por Hilda Cabrera

Si bien la franqueza absoluta puede parecer ridícula en ocasiones, hay quienes la defienden a ultranza. Tal el caso de Alceste, uno de los personajes del célebre Molière (1622-1673), que en El misántropo afirma que posee el arte de fingir y tiene el defecto de ser más sincero de lo necesario. Su virulencia contra todo aquel que no practique la sinceridad sucumbe sin embargo ante un sentimiento que no puede modificar: su amor por la frívola Celimena. La terquedad de Alceste es motivo de disputa y contrapunto con el contemporizador Filinto, acaso la única relación que logra mantener con otro ser humano, como dice Horacio Roca (Shylock, Hombre y superhombre), intérprete de este personaje en la versión de la pieza de 1666 que se estrena hoy en el Teatro San Martín. El actor Jorge Suárez (Trátala con cariño, Mein Kampf y La Bernhardt) protagoniza en tanto al misántropo.
Este nuevo montaje, que lleva el subtítulo de El amante irascible, es obra del francés Jacques Lassalle, director y docente de trayectoria en instituciones teatrales de su país, incluida la Comédie Française (donde trabajó entre 1990 y 1993). Especialista en clásicos (presentó una singular Medea, protagonizada por Isabelle Huppert), fue invitado a realizar esta puesta con apoyo de la Embajada de Francia. En esta versión, la amada Celimena (actuada por Roxana Carrara) “disfraza” de modo diferente sus sentimientos. En opinión de los actores Suárez y Roca, entrevistados por Página/12, es una mujer de grandes contradicciones y no una frívola. De todas formas, el acercamiento amoroso es complicado, quizá no tanto por las convicciones del misántropo sino por el temperamento de las figuras femeninas creadas por Molière, seudónimo de Jean-Baptiste Poquelin, y nombre de un autor presuntamente asesinado en 1625. Las mujeres de las obras de Molière no son heroicas ni ilustradas sino tontas o proclives a acomodarse a las circunstancias.
La propuesta de Lassalle traslada la acción a la Buenos Aires de los años ‘20, decisión que, según Suárez, le otorga a la sátira vitalidad social y filosófica sin convertirla por ello en una obra política. Esta introducción en otro mundo de mezquindades, más cercano al público local, es sin duda un riesgo que a Suárez, hoy, le revuelve cosas: “Me siento tan apenado por la injusticia y la estafa que sufre nuestro país que trabajar en el teatro en estas condiciones me sensibiliza mucho más. Todo lo que se dice en el escenario me golpea fuertemente”.
–Quizá porque Alceste no puede hacer otra cosa que alejarse de los otros...
Horacio Roca: –Porque es un fundamentalista, un dogmático que quiere imponet conductad. Exige de los hombres una perfección imposible de lograr. Con su escala de valores sólo puede vivir en el desierto.
–O sea que, como se dice en la obra, es locura tratar de corregir el mundo...
H.R.: –Sí, y sobre todo porque las debilidades que se quieren corregir son propias de la naturaleza humana. Sería una torpeza no reconocerlo, salvo que se conciba la vida sin la presencia de los otros.
–¿Qué opinan de la traslación?
H.R.: –No hubo muchos cambios. El texto está completo. Se quitaron sólo las referencias a la corte y al palacio. En lugar de marqueses se habla de tipos influyentes, de gente que tiene su lugar en el Jockey Club o en la Casa de Gobierno.
Jorge Suárez: –Seguramente a Lassalle y a sus asesores les pareció que esta historia de la época de los pelucones podía desarrollarse también en un petit hotel del Buenos Aires de principios del siglo XX, uno de esos palacetes que entre nosotros simbolizan poder y superficialidad.
H.R.: –Y muy austera, donde lo que importan son los conflictos entre las personas, significativos en cualquier época y lugar.
–¿Se hace hincapié en la ética?
J.S.: –Esta es una obra de humor amargo, de una época con preocupaciones éticas y filosóficas, pero donde Molière no saca conclusiones. Mi visión es que Lassalle trata de destacar el valor que tiene la escritura de Poquelin, la distancia cómica característica de sus comedias.
–¿Cómo fue trabajar con Lassalle?
J.S.: –Tuvimos que modificar formas de actuación. Se nos pidió más contención en los ademanes. A mí, personalmente, el tiempo de ensayo me pareció corto, pero no había posibilidad de extenderlo. Fueron ocho semanas, de las cuales una estuvo dedicada al trabajo de mesa y hubo diez días en los que nos quedamos sin director, porque Lassalle tuvo que regresar a París.
H.R.: –Habitualmente, los ensayos en el San Martín se prolongan durante dos meses, pero cuando a ese tiempo se le quitan días, como ahora se vuelven problemáticos. Ya es una dificultad trabajar con un director extranjero, entre otras cosas porque todo tiene que ser traducido, y bien.
J.S.: –En este aspecto, el elenco demostró en todo momento una gran capacidad de entrega, intentando comprender que buscaba realmente el director. A veces, escuchar a dos personas dando las mismas indicaciones en dos idiomas llega a perturbar. Esto no es una queja, pero me gustaría que se sepa que, a pesar de la dolorosa situación que atravesamos y de la sensación de estar sumergidos, tratamos de mantener el ánimo y trabajar seriamente, como si viviéramos en un país normal.
H.R.: –Hay que reconocer que a medida que pasan los días uno va incorporando nuevos códigos y formas de entendimiento. En estos casos, lo que se pierde es ante todo la comunicación. Antes de decir algo, uno lo piensa mucho. Desaparece la espontaneidad. Esto lo experimenté también con el director georgiano Robert Sturúa, cuando puso Shylock, pero reconozco que estos tropiezos enseñan.

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