ESPECTáCULOS
Qué no haría una madre por su hija
A partir de la obra de un legendario autor de comics, un dúo de documentalistas neoyorquinos se pasa a la ficción y traza un retrato poético del personaje. Por su parte, Kill Bill 2 pierde algo del impacto pop de la primera parte y se inclina por un modelo de cine más narrativo.
› Por Luciano Monteagudo
Bueno... ¿Dónde estábamos? Ah, sí... En el minuto final de la primera parte de Kill Bill, estrenada cuatro meses atrás, La Novia (Uma Thurman) recibe un golpe mucho más feroz que todos los que le pudieran haber propinado los “88 guerreros locos” o cualquiera de sus jurados archienemigos, a quienes por otra parte ella se ocupó de eliminar uno a uno, con precisión y sin contemplaciones. En un estertor final, que es una venganza a la venganza de La Novia, que mata a unos y a otros para poder llegar a darse el gusto de matar a Bill, alguien le susurra una revelación: su hija, aquella que concibió con Bill y que creía haber perdido antes de nacer, está viva. En un giro de guión que alude tanto a los viejos seriales como a una soap opera a la manera de Dallas, sucede entonces que ese implacable ángel vengador llamado La Novia, también conocido como Black Mamba, pasa ahora a ser, por qué no, Mommy... Y de eso trata precisamente Kill Bill 2: de las dificultades de ser madre.
Claro, lo hace a la manera de Tarantino: con sangre, sudor y lágrimas. Pero con sensibles diferencias con respecto a la primera Kill Bill, al punto que uno llega a preguntarse si realmente el director las concibió como una misma película, que tuvo que hachar en dos por necesidades de explotación comercial, o si siempre rondó en su cabeza la idea de dos films complementarios pero distintos en su aproximación al mismo personaje. La propia Novia se ocupa, al comienzo de Kill Bill 2, de ofrecer un breve repaso de Kill Bill 1: en blanco y negro, pantalla ancha y con un deliberado back projecting de fondo, que a la manera de los films noirs de los ’40 acentúa el carácter ficcional del relato, Uma –ya más femenina en su atuendo– maneja con los cabellos al viento un convertible por una ruta que sólo la puede llevar a Bill y a su hija con Bill, mientras vuelve a recordar el fatídico episodio de la capilla donde debió haber perdido su vida y que, en cambio, según sus propias palabras, “se convirtió en leyenda”.
Ese segundo comienzo de KB2, que se retrotrae en el tiempo y está ambientado en el Texas más profundo, proviene directamente del cine de Sergio Leone en general y de Erase una vez en el Oeste en particular. Si el primer Kill Bill estaba no sólo influido por el cine oriental de acción, sino directamente constituido como un auténtico catálogo de citas, un mix que fusionaba desde los films de la yakuza japonesa hasta los duelos de espadas de los films chinos de artes marciales, pasando por el kung fu de Hong Kong, aquí en su continuación se acentúa la marca del spaghetti western. Esa marca ya estaba sugerida, como un leit motiv musical, en la primera parte, pero aquí en la segunda se asume de manera manifiesta y se amplía en torno de personajes y ambientes que dan la impresión de provenir a su vez de los poswesterns de Sam Peckinpah, como ese viejo patrón de un burdel mexicano que compone con toda sinuosidad Michael Parks y que parece escapado de Traigan la cabeza de Alfredo García.
A diferencia, también, de KB1, este KB2 tiene menos acción y es bastante más conversado. Si en la primera parte los incondicionales de Tarantino podían llegar a extrañar sus célebres diálogos en clave, porque no había un solo momento para que los personajes pudieran sentarse a parlamentar, en la segunda, en cambio, sucede todo lo contrario. Los tiempos aquí se dilatan; las escenas se expanden y vuelven las famosas disquisiciones sobre la cultura pop, que antes podían versar sobre la pertinencia (o no) de ponerles mayonesa a la papas fritas y que acá tienen como máximo exponente un soliloquio de Bill (David Carradine, magnífico, por fin de cuerpo entero) sobre la personalidad dividida de Superman/Clark Kent. Un monólogo, dicho sea de paso, que los críticos más eruditos han descubierto que proviene, casi palabra por palabra, de un viejo ensayo de Jules Feiffer sobre el tema.
La originalidad, el impacto, la sorpresa del primer Kill Bill radicaba en su cualidad de artefacto pop, en su carácter de objeto conceptual, en su radiante diseño visual, casi abstracto. El segundo se propone en cambio como un regreso a la narración, a las virtudes del relato y, en ese sentido, no siempre funciona con la misma eficacia con que funcionaba –en su propio registro– la primera parte. Igualmente, hay actuaciones memorables –Michael Madsen y Darryl Hannah son dos de los villanos más perfectos que haya dado Hollywood en años– y un duelo a espadas en una vieja casa rodante que demuestra hasta qué punto Tarantino es capaz de trabajar la relación de los personajes con el espacio, como si fuera un escultor.