ESPECTáCULOS
› OPINION
Cómo se llama la obra
› Por Diego Fischerman
Primer acto: la Filarmónica de Buenos Aires no puede tocar Stravinsky y lo cambia por Beethoven. Segundo acto: la Filarmónica de Buenos Aires no puede tocar Berg y lo cambia por Brahms. Tercer acto: el ballet La Cenicienta no puede hacerse con la música en vivo de Prokofiev y se hace con una grabación. Ultimo acto, hasta ahora: la Filarmónica de Buenos Aires reemplazó, el jueves pasado, a Richard Strauss por Mozart. ¿Cómo se llama la obra? No se sabe; no hay acuerdo. Pero el secretario de Cultura, en un noticiero de televisión, le puso públicamente el nombre de “problemas de programación”. No interesa aquí entrar en la cuestión de cuándo y por qué la administración del Colón decidió sumar a otras moras y postergaciones habituales la de los pagos de derechos de autor, que derivó en la actual presión de las editoriales, que no dan las partituras hasta que el teatro se ponga al día. Lo que llama la atención es que se hable de problemas “de programación” y no “de administración”. ¿Es que se piensa que convendría (y sería posible) una programación sin obras de autores que hayan tenido el mal gusto de morir en los últimos setenta años? ¿O, peor, que debería hacerse lo necesario como para poder deber eternamente los derechos de autor? ¿En qué cambiaría una programación distinta la decisión administrativa de incurrir en un delito? Es más, las obras de autores muertos antes de 1934, en Argentina también pagan derechos (que recauda el Fondo Nacional de las Artes). Lo que sucede es que, en esos casos, las editoriales no tienen medios de presión.
Podría argumentarse una emergencia, pero ese concepto se contradice con el de permanencia. Es posible pedir tolerancia a los deudores, pero no para siempre. En todo caso, a diferencia de la deuda del país, la del Colón fue contraída a causa de servicios efectivamente cumplidos e imprescindibles para un teatro. Es decir, un teatro de ópera y ballet cuya orquesta no pudiera tocar música de Ravel, Bartók, Stravinsky o Sibelius (la conformación de la orquesta, con percusión, tubas y trombones, tiene que ver, precisamente, con el instrumental requerido por el repertorio de los últimos cien años) no tendría razón de ser. Como algún coronel puesto a administrar un hospital, sintiéndose orgulloso de reducir el déficit a cero gracias al sencillo recurso de dejar de comprar vendas y atender enfermos, la administración del teatro se ha acercado peligrosamente a una idea de eficacia en abstracto, como si ésta pudiera medirse de otra manera que por sus efectos (atender enfermos o tocar el repertorio que un teatro debe hacer). Es posible que la Ciudad de Buenos Aires no esté en condiciones de mantener un teatro como el Colón, funcionando como un teatro. En ese caso, la discusión debería ser otra.