ESPECTáCULOS
› “EL MISANTROPO” DE MOLIERE, SEGUN UNA PUESTA DE JACQUES LASSALLE
El club de los porteños hipócritas
El clásico del dramaturgo francés, adaptada por un estudioso de su obra no logra, no gana en profundidad al trasladarse su acción al contexto de la clase alta porteña de principios del siglo XX.
› Por Hilda Cabrera
El comportamiento humano ha sido fuente de inspiración de numerosos títulos de Molière: El avaro, El enfermo imaginario y, entre otros, El misántropo, que, en una traslación al Buenos Aires de las primeras décadas del siglo XX, se acaba de estrenar en el teatro San Martín, según una puesta del francés Jacques Lassalle, especialista en el montaje de obras de Molière, bautizado Jean-Baptiste Poquelin (1622-1673). Esta sátira de 1666 sobre la adulación y la hipocresía, actitud que este autor también radiografió certeramente en Tartufo –otra pieza suya motivo de enconos y censuras en su época–, pinta en este montaje a una clase alta porteña (o aporteñada) en la que prevalecen el ocio, la maledicencia y el maridaje con el poder político.
En esta comparsa de individuos que frecuentan con pareja soltura tanto los clubes elitistas como la casa de gobierno, el misántropo Alceste, enemistado con el género humano, da la nota discordante. Molesta e incita a la burla con su bizarro enojo ante la injusticia y la insinceridad característica de los humanos, ese “vergonzoso comercio de las apariencias de la amistad”, como dice este personaje, al que pone voz y cuerpo el excelente Jorge Suárez. Fiel a las reglas teatrales clásicas, Molière otorga libertad a Alceste para que viva por sí mismo. No tuerce su temperamento ni le imprime su parecer. La reflexión se impone sencillamente a través de los diálogos que se suscitan, básicamente entre el misántropo y su amigo, el contemporizador Filinto (papel a cargo de Horacio Roca). Este es quien le recuerda la conveniencia de no desairar algunas convenciones y de guardarse opiniones que, aunque justas, puedan lastimar o escandalizar a otros, o acarrear a quien las emite, grandes problemas.
Estas posiciones enfrentadas no implican la puesta en escena de un manual de ética. El misántropo es, en tanto retrato de una burguesía mediocre, una celebración del deseo de que la sinceridad exista. Predominan en ella la reflexión y el humor verbal. De ahí la importancia de atender a los diálogos que, con rigor profesional, sostienen los intérpretes de esta puesta teñida de una rara melancolía, acaso porque en ella se advierten restos de un mundo en agonía y toques de un romanticismo degradado. En ese contexto, al intransigente Alceste sólo le aguarda la frustración, y al público que asiste a este montaje, la certeza de que no existen demasiadas opciones para quienes no se pliegan al entorno. Enamorado de la caprichosa Celimena (Roxana Carrara), Alceste muestra un interior desolado: se lo ve incapaz de reducir la distancia entre lo que asume como el desorden de los sentidos y el pleito que mantiene conencumbrados y con pérfidas señoras, como Arsinoe (interpretada por una destacable Beatriz Spelzini). Ejemplo de aduladores son los clownescos galanteadores de Celimena (compuestos por el eficaz Eduardo Calvo y Gustavo Böhm, quien recrea su papel con destreza) y el engreído Oronte (Enrique Otranto), autor de unos “versitos” que inspiran irónicos comentarios al insumiso Alceste.
En El misántropo aparecen mujeres apasionadas, pero ninguna capaz de cometer la locura de apartarse de sus comodidades por seguir a Alceste. El desierto no es para ellas. Esta comedia del siglo XVII, interpretada en prosa actual, resume la fábula satírica de aquella época y se inserta en la literatura moderna. En este punto, la puesta de Lassalle en la Sala Martín Coronado entronca con esa apertura a la modernidad. Interesa y se disfruta la música de Astor Piazzolla y Gerry Mulligan utilizada para este montaje y la reproducción de una acuarela de Xul Solar, convertida en telón de fondo de las escenas amorosas entre Celimena y Alceste. Estudioso de las obras de Molière, Lassalle estrenó varias de sus piezas, entre otras Anfitrión, Tartufo (con Gérard Depardieu), Don Juan y El misántropo, que presentó en 1998 en París y llevó de gira durante dos años. Sin embargo, este montaje no colma las expectativas que generó su presencia. Acaso por desconocimiento del ambiente en el cual insertó esta historia, o porque a pesar del cuidado puesto en los diálogos y en los planteamientos filosóficos, en esta puesta predomina a veces lo accesorio. Cuando esto ocurre, la historia se torna lejana y artificiosa, tal vez por algunas actuaciones excesivamente envaradas y por la reiteración de tiempos muertos, escenas demoradas a las que no es fácil hallarles un sentido.