Jue 17.06.2004

ESPECTáCULOS  › SEGUNDA PARTE: ¿DEJARIA QUE SU HIJA SE CASE CON SHREK?

Cuando el ogro es el mejor candidato

El personaje que salvó el imperio animado de Dreamworks luce cada vez más querible. En Shrek 2 hay menos cine y más entretenimiento, en tanto se presenta ante el espectador como un lujoso episodio de una sitcom familiar.

› Por Martín Pérez

Ahí están, todos sentados a la mesa. Una mesa enorme, y llena de ornamentos. Y también de cubiertos a ambos lados de sendos platos. A un lado de la mesa está la novia, del otro su madre. Pero en ambas cabeceras, convenientemente separados por ese lujo que hace que las cabeceras de las largas mesas de alta alcurnia estén separadas por un interminable desierto de caoba –o lo que sea de lo que esté hecho el mueble en cuestión–, están el novio y el padre de la novia. Y no parecen llevarse muy bien. Claramente, Papá esperaba otra cosa. Como en una relectura freak de Sabés quién viene a cenar, el color es lo que cuenta. Además del hecho de que el novio es, efectivamente, una “cosa” antes que un caballero. Porque la nena volvió a casa bien casada, pero el novio es nada menos que un ogro. ¿Dejaría que su hija se case con Shrek?, sería la pregunta obligada. Y la no-tan-sorpresiva respuesta de un público totalmente entregado al personaje que salvó el imperio animado de Dreamworks sería una unánime afirmación. Porque todos parecen amar a Shrek, y todos van a amarlo todavía más en esta segunda parte, aun cuando realmente sea mucho menos película y mucho más entretenimiento –con avisos y todo– que aquella primera parte. Porque, después de todo, ¿qué novio de la nena no termina siendo un ogro? Y entonces mejor que ese ogro sea Shrek.
Cuando la gente de Dreamworks adaptó el pequeño cuento de William Steig que terminó ganando el primer Oscar a una película animada, jamás había pensado en la posibilidad de una segunda parte. Después de todo, aquel cuento terminaba de manera perfecta; como todos los cuentos de hadas, aun los que –como el de Steig– son una suerte de revolución televisada dentro del género: con ogro y princesa viviendo feos y felices para siempre. Pero el terrible éxito amasado por la película y la popularidad de sus protagonistas prácticamente impusieron una segunda parte a la que ningún estudio conocedor del negocio podría resistirse. Y Dreamworks ni siquiera intentó hacerlo. Con Jeffrey Katzemberg –aquel ejecutivo de Disney que reinventó prácticamente el negocio de los dibujos animados en la época de El rey León, y luego se fue de la compañía para intentar hacer lo mismo en el estudio que creó con Spielberg y Geffen– disfrutando de un éxito que le había sido esquivo en sus primeros intentos, esta segunda Shrek sale del reducto de los cuentos de hadas para continuar su tomadura de pelo a todo Hollywood. Al que la película llama la tierra de Far Far Away (cuya traducción literal sería: Muy Muy Lejos), y es a donde se dirigen los recién casados –junto con el burro, por supuesto– para conocer a los padres de Fiona, a la sazón reyes de aquella tierra tan tan lejana.
No hace falta ser muy sagaz para calcular que aquel final poco tradicional de la primera Shrek no es del gusto de los reyes de Far Far Away, y que el gran chiste de esta segunda parte será una lucha por intentar regresar al final feliz que corresponde a semejante cuento. Pero lo cierto es que, mientras aquel primer opus subvertía muy bien la esencia de los cuentos de hadas (el magma creador del imperio Disney, dicho sea de paso), esta segunda parte apenas si parece ser un lujoso episodio de una sitcom familiar cualquiera. En el camino, las supuestas burlas a Hollywood parecen más bien reverencias. Y las referencias a otras películas –es memorable la de Misión Imposible protagonizada por Pinocho– terminan ubicando a Shrek donde no se lo merecía, en el rol de película-que-seburla-de-otras-películas, y a la que sólo le falta Leslie Nielsen. No sólo eso: lejos de burlarse del obligado intermedio musical, como hacía la primera, Shrek 2 parece un musical de tan llena que está de canciones que, realmente, ayudan a sobrellevar –por ejemplo, con Tom Waits, o sino en la versión del memorable tema de Buzzcocks en la fábrica del hada madrina– tanta sucesión de pequeñas escenas en búsqueda de una película. Que ni parece ser necesaria, a juzgar por la unánime aceptación que se ganará el ogro más sucio y simpático de todos. Acompañado, por supuesto, por el burro más encantador e impresentable. Personajes tan perfectamente construidos que podrían hacer cualquier cosa, y uno nunca se cansaría de verlos. No en vano una de las mejores escenas de la película es ese viaje interminable hacia el reino, en el que el burro no se cansa jamás de preguntar: “¿Cuándo llegamos?”
“En la mayoría de los casos, las secuelas deberían ser consideradas como un género en sí mismo. Porque por lo general suelen no ser sobre otra cosa que no sea la película anterior”, escribió Michael Atkinson en el periódico neoyorquino Village Voice respecto de Shrek 2, una película que efectivamente sólo habla de sí misma. Pero en ese mismo movimiento pasa a hablar de toda la industria del entretenimiento. Y no sólo con sus burlas. Sino que también lo hace si se tiene en cuenta esa rápida inversión que ha sucedido entre el original y su secuela. Tal como lo hace la cultura de masas con todo movimiento que juegue a subvertirla, Dreamworks se ha comido a su propio anti-cuento de hadas, vendiendo en su lugar una exitosa película con final feliz. Pero, ¿qué sentido tendría quejarse? Así como nadie se escandalizaría si su hija se casase con Shrek, es sólo espectáculo y gusta. Especialmente cuando ese gato con botas hecho a medida de Antonio Banderas –en la versión subtitulada, al menos– decide ponerse a escupir una bola de pelos en medio de un duelo. Simplemente irresistible.

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