ESPECTáCULOS
› “NADA QUE HACER”, DE LA DIRECTORA FRANCESA MARION VERNOUX
Una pareja en la era del no lugar
Esta semana hubo dos estrenos.El primero, el martes, se llama “El diario de la princesa”, y fue reseñado por Página/12 el lunes. Hoy suben a cartelera dos films europeos, con sus respectivos encantos. Los dos fueron realizados en Francia en 1999, aunque uno de ellos tiene un director georgiano.
Por Horacio Bernades
Marie-Do y Pierre habitan mundos contiguos pero, se diría, infinitamente lejanos. Ella está como enterrada viva en una rutina matrimonial sin retribuciones, en el ámbito estrecho del monoblock, con un marido sindicalista y un par de hijas reprochonas. El es espigado, bien vestido, apoltronado en su aire autosuficiente de ejecutivo de carrera. Desempleada ella, desocupado de lujo él, las horas vacías los llevarán a cruzarse en el supermercado, y ese no-lugar esencial se volverá súbitamente acogedor. Marie-Do y Pierre no tienen nada que hacer, salvo estar juntos. Esa coexistencia impensada es la que narra Nada que hacer, tercera película de la realizadora francesa Marion Vernoux y la primera que se estrena, en copia de video, vale aclarar, en la Argentina.
El de Marie-Do y Pierre es, como cierto famoso film inglés, un breve encuentro, el intervalo compartido y tal vez poco duradero que azar y necesidad abren en medio de la abrumadora normalidad. Una brecha que se abre y, da toda la sensación, tarde o temprano volverá a cerrarse. Antes de que ello ocurra, ambos celebrarán sus encuentros, en medio de una semiclandestinidad sin culpas. Nada que hacer es una película de gestos pequeños y casi imperceptibles, de acercamientos tímidos y palabras no dichas, que bien podría conformar un díptico inesperado con una película como Recursos humanos. Si allí se narraban las consecuencias sociales del ajuste, aquí se inspeccionan los repliegues más íntimos de la desocupación, entibiados por un último rescoldo de calor humano.
Tibieza no es lo que le sobra a Pierre, que parecería apenas dejarse llevar por la situación, permaneciendo como una máscara de inescrutables deseos. Lo de Marie-Do es distinto: el pelo rubio constreñido con un par de oportunas hebillas, el cuerpo oculto bajo vestiditos floreados, la mirada siempre en fuga, su intimidación habla de una inquietud que el primer beso necesariamente deberá liberar. La inocultable vulgaridad de su aspecto parecería producto de la resignación, la llave que cierra una intimidad que se adivina bullente. Apretada sobre su rostro, la cámara de Vernoux revela a un tiempo la máscara y lo que se oculta tras ella. Reducida la película entera al puro espacio de la intimidad, antes que Pierre, allí es Marie-Do la que reina, aun en su aparente pasividad.
Los ámbitos sociales permanecen como telones de fondo: pasillos, góndolas y artículos del supermercado (presencia absorbente durante toda la primera mitad) y ambientes de la vida doméstica de ambos, marcados por la ordenada asepsia de la casa de Pierre y un palpable agobio en la de ella. La cámara observa desde detrás de un ventanal un festejo en honor de Marie-Do, sugiriendo que aún en ese momento de aparente alegría el encierro continúa, mientras que su borrachera en medio de un baile hace que aflore el desprecio de su troglodítico marido (el español Sergi López, versátil como siempre). Acompasada por una música à la Erik Satie, de pocas notas melancólicas al piano, la escasez de apuntes difumina el contexto y deja librada la película entera a la carga de verdad que el rostro de los actores pueda transparentar. Como el de Pierre es puraopacidad, en el papel de Marie-Do se agiganta hasta límites indecibles la figura de la italiana, radicada en Francia, Valeria Bruni-Tedeschi.
Nada que ver sería la mitad de lo que es si no fuera por Bruni-Tedeschi, cuya fabulosa entrega íntima a cada uno de sus personajes pudo ser apreciada ya en películas como El hombre que perdió su sombra y La vida no me da temor, premiada esta última en la edición 2000 del Festival de Buenos Aires. Su rostro es como un mapa emocional en el que se dibuja, de modo casi secreto, el territorio entero de la intimidad. A lo largo de Nada que ver, es posible y hasta aconsejable abstraer todo lo que la rodea y concentrarse en cada mirada esquiva y anhelante, cada semisonrisa ladeada, cada emisión de voz de Bruni-Tedeschi (que parecería hablar siempre con su último suspiro) para comprender, de un solo golpe, cuál es la clase de profunda desolación contra la que Marie-Do combate, con callado y conmovedor heroísmo. Ella es la película misma, su corazón emocional, su sentido, grandeza y razón de ser.