ESPECTáCULOS
› “MADAME SATA”, REVELADORA OPERA PRIMA DEL BRASILEÑO KARIM AINOUZ
Pobre, negro, homosexual y rebelde
Célebre drag queen, Joao Francisco de Andrade desafió las convenciones de la década del ’30 y se convirtió en la figura emblemática de uno de los mejores films brasileños de los últimos años. Contrasite, en tanto, mezcla documental y ficción a partir de la exhumación de los restos del Che.
› Por Luciano Monteagudo
Las palabras del juez que lo condena, en Río de Janeiro, distrito federal, a los 12 días del mes de mayo de 1932, no dejan lugar a dudas. Para la autoridad de la época, Joao Francisco de Andrade, el acusado, es un alborotador, pederasta pasivo, que no practica ninguna religión, fuma, se droga y es adicto al alcohol; no tiene buenos modales, odia la convivencia, se le ve siempre con prostitutas, proxenetas y otras personas del más bajo nivel social; su dinero es producto de actividades repulsivas o criminales, provoca incidentes, arremete contra los agentes policiales y es un individuo propenso al crimen y una gran amenaza para la sociedad. Para la leyenda carioca, en cambio, Joao Francisco fue Madame Satâ, una célebre drag queen nacida a la fama en los bares más sórdidos del barrio proletario de Lapa, que purgó diez años de cárcel y cuando salió se convirtió en una de las grandes reinas del carnaval. Y para el director brasileño Karim Aïnouz, que con ésta, su ópera prima, se coloca como uno de los cineastas más promisorios del cine latinoamericano actual, Joao Francisco y Madame Satâ –los dos en uno, el hombre y su propia creación– representan la lucha contra el prejuicio y la exclusión, un ejemplo de rebeldía contra la hipocresía, el racismo y la violencia social.
Pobre, negro y homosexual, proveniente del rincón más apartado de Pernambuco, el personaje que eligió Aïnouz para su primer largometraje no es, sin embargo, ninguna víctima. O al menos no está dispuesto a ocupar mansamente ese lugar. “Soy maricón porque quiero y eso no me hace menos hombre”, dice Joao. Y para corroborarlo no tiene problemas en romperle la cara a puñetazos a todo aquel que se meta con su condición. “Nací para tener vida de malandro”, afirma si lo cuestionan. Se sabe analfabeto, pero no ciego. No deja que le roben su paga, ni sus amores. La rabia es su forma de resistencia: “Mi rabia crece, un rabia sin fin, que no logro explicar”, se sorprende a sí mismo. Y el film de Aïnouz, con la extraordinaria actuación de Lázaro Ramos (un nombre a seguir), que es puro nervio y verdad, lo pinta como un animal salvaje, una fiera enjaulada luchando contra los barrotes de la jaula, poseedor de una fuerza vital que lo empuja a romper los límites de lo permitido. En los años ’30, nadie hablaba de “familias alternativas” y él ya había constituido una, con una prostituta amiga, su pequeña hija y una “mariquita” llamada Tabú, que le plancha la ropa.
Formalmente, Madame Satâ es consustancial a su personaje: una película dura, áspera, sin concesiones, pero de una vitalidad arrasadora. La fotografía de Waler Carvalho –uno de los mejores operadores del cine brasileño– es contrastada como Joao Francisco, capaz de pasar en instantes de la luz radiante a la oscuridad absoluta. Si hubiera que pensar en alguna influencia en el film se diría que es la del cine de Rainer Werner Fassbinder, no tanto por una fácil asociación con el universo de Jean Genet en general y con Querelle en particular, sino en todo caso por esa radiografía tan precisa de las relaciones de poder y humillación que establece el dinero, que era una marca distintiva en la obra del director alemán y que aquí reaparece con la misma crudeza y claridad.
Considerado a sí mismo como hijo de deidades negras como Iansán y Ogún y devoto de Josephine Baker, Joao Francisco sólo descubrió la felicidad (“una felicidad embriagante”) arriba de un escenario, aunque fuera apenas un tablado sobre unos cajones de cerveza. Inspirado en una olvidada comedia musical de Hollywood, dirigida por Cecil B. DeMille (Madam Satan, 1930), encontró allí el nombre del personaje que sería en las noches cariocas ese pájaro tropical envuelto en plumas y lentejuelas, capaz de conmover a Noel Rosa (se dice compuso para él su canción Mulato Bamba). Pero también de enfrentar él solo, a puños desnudos, a toda una partida policial decidida a ponerlo en el único escenario que concebía para él la sociedad de su época: la cárcel.