ESPECTáCULOS
“Pregunto qué pasa cuando el desaparecido vuelve”
Creación y política, y pasiones que se cruzan con la muerte. Allí bucean los textos de Ana Longoni para la obra La Chira, que dirige Ana Alvarado.
› Por Cecilia Hopkins
Basada en un conjunto de textos poéticos escritos por Ana Longoni hace casi una década, La Chira fue tomando forma teatral a partir del trabajo conjunto de la directora Ana Alvarado y los cinco integrantes del grupo Panthalasa. La pieza –que puede verse en el Teatro del Abasto, Humahuaca 3549– narra, en clave fragmentaria, las vivencias de exilio de un conjunto de personajes de edades imprecisas, a caballo entre la infancia y la adolescencia, y entre la vida y la muerte. Se trata, en rigor, de un grupo de niños que crecieron lejos del ámbito que los vio nacer, acompañando a sus padres que huían de los rigores de la última dictadura. Si bien no es una obra autobiográfica, hay detalles que se refieren a la propia experiencia de la autora, quien, de los 9 a los 17 años, vivió en Perú junto a sus padres y sus tres hermanos. La Chira es el nombre, precisamente, de una playa ubicada al sur de Lima.
Nacida en La Plata, Longoni es docente e investigadora en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA e integra, desde su formación en 1997, el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de la Izquierda en la Argentina. Actualmente trabaja sobre los cruces entre vanguardia artística y vanguardia política, con el objeto de examinar “los modos en que se entrecruzan la vanguardia, el arte y la idea de la revolución, como ideas-fuerza y como valores en disputa y en redefinición continua”, según detalla en la entrevista con Página/12. Otro proyecto que está desarrollando tiene que ver con los vínculos que establecieron ciertos artistas con el Partido Comunista Argentino, desde su fundación en 1918 hasta la actualidad.
–¿En qué sentido se puede hablar de la figura del sobreviviente de la dictadura en La Chira?
–La figura que condensa el horror de la dictadura es la del desaparecido: aquel arrancado violentamente de la vida, y arrojado a un vacío del que nunca volvió. Pero, ¿qué pasa cuando el desaparecido vuelve, cuando cuenta o calla lo que sabe? El ex preso político, el que estuvo exiliado o el que se “guardó” dentro del país son otras figuras de la sobrevivencia. Creo que los hermana la culpa y el aislamiento social. Allí, en la sospecha instalada por el hecho de estar vivos y el juicio implícito, percibo otro efecto pavoroso de la represión. Por ejemplo, en la obra aparece la imagen que me relató mi amigo Daniel Retamar, hijo de un desaparecido, y desaparecido él mismo a los dieciséis años. Cuando regresó a su casa, tres meses después de su secuestro en El Olimpo, su hermano menor se estaba poniendo la campera para ir a bailar. Era un sábado a la noche, y la vida seguía. ¿Qué hacer con eso? En La Chira ese hermano menor también tiene la palabra.
–¿Cuál fue su aproximación académica en relación con el tema del exilio?
–No trabajé puntualmente el tema del exilio, no todavía. Sí publiqué, hace unos años, una aproximación a la militancia revolucionaria como una ética del sacrificio, a partir de los rastros de un artista rosarino, Eduardo Favario, uno de los integrantes de la vanguardia que realizó Tucumán Arde en 1968. Favario ingresó más tarde al PRT, y murió acribillado en un operativo militar en 1975 en un campo cercano a Santa Fe. Intenté pensar hasta qué punto la lógica bélica que atravesó la militancia de la izquierda revolucionaria se apoyó en una ética que impuso como mandato no volver nunca atrás, aun cuando por delante ese trabajo se interrogara acerca de cómo se cruzó la pasión –por el arte, por la política– con la muerte. Más reciente es un texto que saldrá publicado pronto, en un libro dentro de la serie Memorias de la represión, que coordina Elizabeth Jelin, que se pregunta en qué ha contribuido la literatura al debate colectivo sobre las prácticas de la militancia revolucionaria de los setenta y al procesamiento del trauma social causado por la dictadura. Una respuesta posible: el arte pone en escena, manifiesta en su propia materialidad, las dificultades sociales para procesar lo ocurrido. Eso es evidente en el tratamiento sobre los detenidos-desaparecidos sobrevivientes (“reaparecidos”) y sobre los límites colectivos de volver audible su testimonio, su voz. Rastreo en tres novelas, Recuerdo de la muerte, de Miguel Bonasso; Los compañeros, de Rolo Diez, y El fin de la historia, de Liliana Heker. Busco la construcción de una figura esquiva pero insistente, emblemática: la figura del traidor –o mejor la traidora–. Creo que existen fuertes vínculos entre el estigma de la traición que pesa sobre los sobrevivientes, las dificultades (de las organizaciones políticas, de la izquierda, del movimiento de derechos humanos, de parte de la sociedad) para admitir aquella derrota del proyecto revolucionario y la imposibilidad de ejercitar un balance autocrítico acerca de las formas y el rumbo que asumió la militancia de los años setenta.
–¿Sobre qué ejes trabajó en su análisis del cruce entre vanguardias artísticas y políticas?
–El libro que escribí con Mariano Mestman, Del Di Tella a Tucumán Arde, reconstruye y documenta una serie de intervenciones de artistas plásticos experimentales que a lo largo de 1968 rompen drásticamente con el Instituto Di Tella, la institución que mayor visibilidad le había dado a la vanguardia surgida en esa década, para pasar a vincularse con la CGT de los Argentinos, la central obrera opositora a la dictadura de Onganía. Buscaron definir una nueva estética, inscripta en el proceso revolucionario que vivían como inminente, inevitable, pero además buscaban a través de sus propias prácticas artísticas lograr una eficacia política.
–¿Cómo se da en el campo de las artes plásticas, en general, la vinculación con lo político y lo social?
–Me parece evidente que en los últimos años existe una fuerte tendencia internacional a la institucionalización del arte político. Bienales, muestras y coloquios internacionales, libros, refuerzan un cierto consenso hegemónico en torno de que el arte contemporáneo debe tomar partido ante su circunstancia histórica. Pero lo cierto es que esta tendencia institucional se apoya en la aparición de numerosos artistas que se proponen desde hace tiempo –más allá de las modas de programación, que son pasajeras– articular sus prácticas artísticas con los nuevos movimientos sociales y el activismo globalifóbico. En nuestro país son evidentes las iniciativas de grupos (plásticos, músicos, videastas, poetas, gente de teatro) desde fines de los años noventa, por ejemplo la participación en los escraches organizados por HIJOS, y, especialmente, después de la crisis de diciembre de 2001, cuando muchos jóvenes artistas se volcaron a intervenir en la calle.
–¿Es una visión que difiere mucho de la que propone el teatro?
–Hay tiempos distintos y modos específicos en que se da esta asociación entre arte y política, en el campo de las artes visuales y en el teatral, aunque se reiteran discusiones históricas con una matriz común como el debate entre realismo y abstracción, realismo y vanguardia, o a las tensiones entre forma y contenido. Veo que la gente del teatro tiene más entrenamiento para trabajar colectivamente, y el individualismo de los plásticos es tremendo. De todas maneras, hay coincidencias entre ambas escenas en la tensión actual entre una vuelta a la preocupación por dar cuenta de la historia o la política y los que prefieren otras estéticas y las defienden en nombre de la bandera de la autonomía o la experimentación. Es una polaridad, desde mi punto de vista, bastante estéril; una divisoria de aguas, además, engañosa y distorsionada, como lo fue Boedo versus Florida en los años ’30.