ESPECTáCULOS
› EL CIELITO, SORPRENDENTE PELICULA DE MARIA VICTORIA MENIS
Crónica de un marginal y un niño
Con infrecuente sentido del equilibrio, la cineasta balancea historia y personajes, en un recorrido que va de la quietud del campo a la dureza de la ciudad.
› Por Horacio Bernades
Desde El romance del Aniceto y la Francisca que no se filmaba así el campo argentino. En planos generales que reflejen toda su quietud, llaneza y falta de accidentes, y en planos cortos que registren las dosis de tensión, violencia reprimida y conflictos irresueltos que pueden anidar puertas adentro. Desde Pizza, birra, faso que no se filmaba así la ciudad. Con ese contraste entre unos interiores que son como refugios y calles ásperas, hostiles, siempre peligrosas. Sin pretender establecer comparaciones que –sobre todo en el caso de la obra maestra de Leonardo Favio– podrían fijar estándares muy difíciles de igualar, si El cielito resulta una de las mayores revelaciones de la cosecha argentina 2004, es por la lucidez y sensibilidad con que su realizadora parece haber captado cuerpo y espíritu de ambos ámbitos. Y lo ha hecho en un doble y contradictorio movimiento, que a la vez que los fija en el presente, los abstrae, universaliza y eterniza.
Producida con aporte de capitales franceses y apoyo de fundaciones internacionales, ganadora de cuatro premios en el reciente Festival de San Sebastián, la sorpresa que despierta El cielito es mayor si se tiene en cuenta que nada en los anteriores trabajos de María Victoria Menis (codirectora de Los espíritus patrióticos y directora a solas de Arregui, la noticia del día) hacía presagiar el dominio dramático, narrativo y de puesta en escena que su tercera película denota. La anécdota es de las que sugieren más de lo que muestran, y ya de entrada tiene el enorme mérito de armarse de un modo casual, contingente, azaroso. Viajero sin boleto, un muchacho de unos 20 años llamado Félix (Leonardo Ramírez) se ve obligado a bajar del tren, cayendo en un pueblito del litoral. Allí conoce a Roberto (Darío Levy), que le ofrece trabajo en su casa como peón. Como el muchacho anda a la deriva y sin un peso (se toma lo que quedó sobre la mesa de un bar, se lleva la propina), acepta.
Roberto vive en un ranchito de las inmediaciones, junto con su esposa Mercedes (Mónica Lairana) y su hijo de año y pico, Chango (Rodrigo Silva), dedicados a la confección de salsas y mermeladas. No tardará Félix en ser testigo de las borracheras y arrebatos de violencia de Roberto, así como de la insatisfacción de su esposa. La expectativa de ella y ciertas miradas del recién llegado –sumadas al caldo de violencia sorda que se cocina en la casa– llevan a imaginar una posible versión litoraleña de El cartero llama dos veces. Sin embargo, pronto se verá que el objeto de los desvelos del muchacho es mucho menos típico, más raro que una simple mujer. Una intensa corriente de afecto (maternal, se diría, de tan incondicional y absorbente) comienza a unirlo con el pequeño Chango. Conviene no anticipar más sobre el decurso de El cielito, que en determinado momento se traslada a Buenos Aires, marcando un rotundo corte dramático y narrativo.
Con infrecuente sentido del equilibrio, Menis presta tanta atención al marco social y económico (construido en base a detalles casi imperceptibles, como todo en el film) como a la interioridad de los personajes. Sobre todo de Félix y Chango. Ayudada por las matizadísimas actuaciones de ambos (sí, de ambos, ya que el sorprendente Rodrigo “da” exactamente las emociones que cada escena pide), toda la puesta en escena de Menis está al servicio de lo que ambientes y personajes imponen. Las emociones se comunican por gestos y miradas antes que por palabras, los tiempos se hacen casi siesteros, la cámara observa a los personajes desde una distancia tan parca y pudorosa como la que ellos mismos establecen. La sobresaliente fotografía de Marcelo Iaccarino destaca atardeceres, suaviza formas, modela objetos y personajes. Al menos, hasta que sobreviene el viaje a Buenos Aires, y con él llegan la dureza, las noches a la intemperie, la falta de salidas y, a la larga, la tragedia. Pero incluso allí en la ciudad, en medio de la villa, Menis prefiere darle tiempo a una bella, aleatoria escena de baile antes que ceder al lugar común, el tópico, lo esperable.