ESPECTáCULOS
› A PARTIR DE MAÑANA, PAGINA/12 PRESENTA DOS
DISCOS HISTORICOS CON REGISTROS DE ATAHUALPA YUPANQUI
Poesía de la síntesis en palabras y guitarra
Nació como Roberto Chavero y se lo conoció como Atahualpa Yupanqui. Recreó el folklore y, desde el exilio, edificó una obra única. Estos dos cd son una prueba inmejorable.
› Por Diego Fischerman
Atahualpa Yupanqui es uno de los artistas más importantes de la historia de la música argentina de tradición popular y es, también, un mito. Uno de esos nombres que, con su sola mención, alcanzan para fijar una posición estética e, incluso, política. Yupanqui es un símbolo y, como en otros casos, su valor icónico oculta su valor musical. Parecería que como la mera mención alcanza, no es necesario escuchar su música. Los dos extraordinarios cd que Página/12 presentará a partir de mañana son una excelente oportunidad para ponerlo en foco, nuevamente, como poeta, guitarrista, compositor, recreador de tradiciones folklóricas y cantante. Para, sin olvidarse del mito –que por algo llegó a serlo–, recuperarlo como músico –que lo merece–.
Yupanqui hizo del Noroeste argentino una parte esencial de su mapa cultural. Sin embargo, no había nacido en esa región, sino en Pergamino, en la provincia de Buenos Aires. En su vida, y en su afán por conocer, comprender y recuperar las tradiciones configuradas a partir de las mezclas culturales de esas zonas de tránsito obligado, durante la colonia, recorrió una y otra vez Jujuy, Tucumán y los Valles Calchaquíes. Había nacido con el nombre de Héctor Roberto Chavero el 22 de enero de 1908 y en 1932, a los 24 años, debió exiliarse por primera vez, en Montevideo, después de participar, en Entre Ríos, de la fallida sublevación de los hermanos Kennedy contra el general Uriburu. El segundo exilio fue más notorio. Prohibido por el peronismo, en 1950 se fue a Europa y, en París, la gran artista Edith Piaf lo invitó a compartir con ella el escenario. El tercer exilio fue más difícil de clasificar; expulsado del Partido Comunista por sus críticas, en 1952, acabó rechazado tanto por sus anteriores enemigos, que nunca lo aceptaron, como por los viejos amigos, que lo consideraron un traidor. Las dictaduras militares de 1966 a 1973 y de 1976 a 1983 también lo combatieron, aunque el prestigio logrado en el exterior impedía que se lo censurara abiertamente. De hecho, sus discos siguieron vendiéndose. Pero la distancia casi permanente lo convirtió en una especie de leyenda viva. Leyenda que, curiosamente, se alimentó de la misma contradicción que toda la música de tradición folklórica rural que comenzó a difundirse masivamente en Buenos Aires a partir de la década de 1960.
Yupanqui, un verdadero renovador, tanto de las formas tradicionales y de sus contenidos poéticos como de sus modalidades de interpretación, quedó, sin embargo, asimilado a –e incluso confundido con– la tradición. El hecho de que a estas músicas tan entroncadas en la cultura rural argentina como poderosamente nuevas, imaginativas e incluso osadas, se las identificara como “folklore” señala, en todo caso, algunas de las características particulares de la relación de los argentinos con su historia. Una relación que busca la legitimación del presente situándolo en el mismo plano que el pasado canonizado. Una relación, en todo caso, que nunca acaba por considerar pasado lo pasado ni definitivamente presente lo presente.
Si en Brasil un movimiento cultural de características bastante similares al propulsado por poetas y músicos como Jaime Dávalos, Manuel Castilla y Eduardo Falú –y desarrollado casi al mismo tiempo, a partir de finales de los cincuenta– puso el acento en lo nuevo –Bossa-Nova–, en Argentina, estas creaciones únicas y maravillosas trataron de ocultar su novedad y se invistieron con los atributos de la historia y, desde ya, de lo ya santificado.
No se trata, desde ya, de negar el profundo conocimiento de lo tradicional en el que se basó el arte de Yupanqui y de quienes continuaron esa tarea de recuperación, sino de poner en primer plano aquello que sus mismos artífices tendieron a esconder: la profunda originalidad. En estas grabaciones de insuperable valor –documental y artístico–, Yupanqui muestra hasta qué punto el arte culto –una determinada forma de realizar los contracantos, los abundantes ligados, los adornos (mordentes y trinos breves)– podía incorporarse a las supervivencias de los folklores rurales, incluso con nuevas piezas, compuestas por él o por su mujer, Paule Pepin Fitzpatrick, Nenette, que había sido alumna del compositor Carlos López Buchardo y pianista clásica y que, junto a Atahualpa, firmaba sus composiciones como Pablo Del Cerro.
Un caso particularmente claro de este tránsito entre tradiciones es el malambo Cruz del Sur, incluido en la serie de registros que conforman el segundo volumen de la serie, La guitarra, realizados en su mayoría entre 1962 y 1965, en el Auditorium de Radio Municipal. Allí es notoria, como pocas veces, la deuda entre esta forma y los “canarios” españoles del siglo XVII. Estas danzas exóticas, supuestamente inspiradas en formas populares de las Islas Canarias y estilizadas por compositores y guitarristas como Gaspar Sanz, llegaron a América del Sur y produjeron un nuevo folklore. En una nueva estilización, la realizada por Yupanqui –con su finísima utilización de los recursos del instrumento–, esos malambos se acercan, nuevamente, a Gaspar Sanz. Historias de idas y de vueltas que, más adelante, se repetirían con los tangos y el flamenco. Las nueve piezas grabadas en Radio Municipal abarcan zambas, gatos y vidalas, entre ellas dos versiones notables de La amorosa, de los Hermanos Díaz, Siete de abril, el estilo pampeano Campo abierto y la bellísima vidala Lloran las ramas del viento.
Dos grabaciones realizadas en París en octubre de 1968, en las que Yupanqui también habla, presentando una Vidala religiosa recopilada por Gilardo Gilardi (en esa presentación cita un texto de Romain Rolland) y su propia Danza de la paloma enamorada, y un registro tomado en Montevideo diez años antes (su milonga Estancia vieja) completan La guitarra. El primer volumen, llamado La palabra, recoge versiones hasta ese momento inéditas en que la voz de Yupanqui está en primer plano, a veces recitando con su guitarra entrelazada y a veces cantando, como en la magnífica La alabanza o en El aromo, un exquisito ejemplo de cómo Atahualpa reinterpretó la tradición de la milonga. En todos los casos las introducciones e interludios solistas y la manera de acompañar la voz con la guitarra ponen en juego una riqueza de recursos –los glissandi, ligados, la forma de bordonear, el rubato–, un sonido de calidez infrecuente y un fraseo que sitúan a Yupanqui, sin duda, entre los guitarristas más importantes de la música argentina de tradición rural. También en este primer volumen, el tránsito entre culturas es un dato a tener en cuenta: más allá de las hibridaciones ya presentes en formas tradicionales como la chacarera y la vidala, y de la personalísima manera de interpretarlas de Yupanqui, el disco incluye, por ejemplo, el texto Adiós al Japón, recitado por el artista mientras suena una música tradicional de ese país. El efecto de esas palabras (“... adiós Hiroshima, cicatriz de la tierra...”) es estremecedor, pero, además, todo suena extrañamente argentino. En ambos volúmenes, además, debe destacarse el magnífico trabajo de remasterización realizado por el ingeniero Mario Sobrino entre 2000 y 2002, originalmente para el sello Melopea.
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