ESPECTáCULOS
› EXCLUSIVO: REPORTAJE AL ESCRITOR PAUL AUSTER
“El lenguaje es el único instrumento que tenemos para entender el mundo”
El autor de “Leviatán”, “La música del azar”, “Mr. Vértigo”, “La invención de la soledad” y “Trilogía de Nueva York”, entre otros, es la principal figura de esta edición de la Feria. Ayer concedió una entrevista a Página/12.
› Por Alan Pauls
–Muchos de los personajes de sus libros son artistas, y casi todos, tarde o temprano, se enfrentan con un problema crucial: cómo el arte puede intervenir en la vida.
–Creo que lo que me interesa es la imaginación humana: cómo la imaginación crea –literalmente– el mundo. El mundo sólo cobra sentido cuando lo interpretamos, y quizá nadie trabaje tanto como los artistas para interpretarlo, entenderlo y experimentarlo en toda su complejidad. Hará unos diez años encontré una vieja libreta de notas. La había olvidado por completo y de golpe ahí estaba, y la abrí y descubrí dos frases que había escrito a los 19, 20 años: “El mundo está en mi cabeza. Mi cuerpo está en el mundo”. Hoy sigo pensando que así es como vivimos nuestras vidas. Nuestro cuerpo va por el mundo a la deriva, flotando en algo grande, mucho más grande que él, y al mismo tiempo todos estamos aislados, encerrados en nosotros mismos, viviendo una vida puramente interna. Creo que en gran medida escribo sobre eso, sobre esa separación entre el adentro y el afuera, y sobre cómo la gente enfrenta o evita el abismo que hay en el medio. Hay ciertas experiencias que logran acercarlos bastante. No quiero ponerme sentimental, pero creo que el amor es una de ellas. En el amor estamos a la vez adentro y afuera de nosotros mismos; vivimos para y por otra persona, y algo nos empuja a formar parte de lo que nos rodea. Pero comprometerse profundamente con una idea o una causa puede producir el mismo efecto.
–En Leviatán, el personaje de Benjamin Sachs dice: “Ahora hay que entrar en el mundo real y hacer algo”.
–Ahí Sachs refleja la frustración del arte. En mayor o menor grado, todo escritor siente que lo que hace es completamente inútil. ¿Cómo no sentirlo? Con todas las cosas terribles que pasan en el mundo, todo lo que nos apena y nos enfurece, y uno ahí, escribiendo libritos que parecen no tener el menor efecto sobre nada. Y sin embargo creo que el verdadero poder, la verdadera belleza del arte está precisamente en su inutilidad. Porque el arte son los seres humanos en el colmo de su humanidad, y olvidar esa parte de nosotros mismos es perder lo más interesante y valioso que tenemos. Algo que vale a pesar de todo: la miseria, el caos social, las guerras, los crímenes, la crueldad. Y es valioso simplemente porque no tiene ningún objeto.
–Sólo sirve para maravillar, como los números de levitación de Mr. Vértigo.
–Llevo años pensando en hacer un documental –que seguramente nunca haré– titulado El arte de la inutilidad. Sería sobre tres norteamericanos que conozco, todos brillantes, todos dedicados a la práctica de ciertas artes extrañas, que la gente suele considerar como meros entretenimientos infantiles. El primero es mi amigo Philippe Tee, funambulista. El fue el que en 1974 caminó con zancos entre las Torres Gemelas del World Trade Center y el que unió a pie las torres de Notre Dame. Me dirán: ¿para qué sirve alguien que camina con zancos? No lo sé, pero hace algo bello y verlo en acción es una experiencia extraordinaria. El segundo es un mago, Ricky Jay, que además escribe libros sobre magia y a veces actúa en cine (aparece en todas las películas de David Mamet y hace el papel de cameraman en Boogie Nights). Además de ser un prestidigitador magistral, Jay domina una disciplina rarísima, el lanzamiento de cartas: es capaz de lanzar una carta y clavarla en una grieta en la pared. Y el tercero es Art Spiegelman, el historietista. Lo interesante de estos tres hombres es que también son los máximos especialistas de sus respectivas actividades. Tienen archivos inmensos, con cientos y cientos de libros y artículos sobre funambulismo, magia e historietas. Y hay algo muy bello en el rigor con que trabajan. Es como la danza. ¿Qué más conmovedor que esas nenas de diez años que estudian danza? Bailar exige tanto trabajo como hacer una mesa o construir una cabaña, que también son artes y exigen concentración, imaginación, habilidad. Pero la cabaña va a seguir ahí, la van a usar paravivir, la van a llenar de objetos, mientras que la danza... La danza desaparece en el momento mismo en que se la contempla. Un atleta se pasa cuatro años entrenando para las Olimpíadas y la carrera dura diez segundos. Es algo muy hermoso. Todo ese esfuerzo humano al servicio de una causa menor, tan efímera: ése es, creo, el costado más bello de la humanidad.
–Los artistas de sus libros son de clases muy diversas. Van de la vanguardia a la feria y de la agitación callejera a la torre de marfil. ¿Hay ahí una concepción “democrática” de la condición artística?
–Sí. Me gustan toda clase de cosas, desde las obras más experimentales hasta las más abiertas y populares. Me gustan las películas viejas y disfruto mucho con ciertas músicas banales, así como gozo con músicas y films difíciles, complejos, exigentes. Creo que hay que ser abierto. Y a la vez hay muchas cosas que detesto. El cine industrial de Holly-wood, por ejemplo. Me parece despreciable, me enferma. Como toda la industria del entretenimiento, que sólo busca hacer dinero. No me gusta mucho ser tan intolerante, pero es más fuerte que yo. Siempre me digo: no seas tan duro con las cosas. Es una contradicción. Es importante, creo, que los artistas se mantengan abiertos a toda clase de cosas. Si no, uno empieza a cerrar puertas y ya no puede ver el mundo completo.
–Esa voluntad “democrática” parece muy evidente en el Proyecto Nacional de Relatos, la iniciativa de la Radio Pública Nacional de donde surgieron los doscientos cuentos breves incluidos en Creía que mi padre era Dios, el libro que usted editó el año pasado. Son historias verdaderas, escritas por gente de todas las edades y orígenes y enviadas desde los puntos más diversos de Estados Unidos. ¿No es ésa la Gran Novela Nacional que se supone que sueñan con escribir todos los escritores norteamericanos?
–Es una manera interesante de pensarlo. El libro es una visión prismática y fragmentaria de los Estados Unidos. Por eso creo que es más interesante como un todo que por las historias que contiene. Cada historia es una voz, y cada voz canta su propia canción. Juntas forman un gran coro. No siempre cantan afinadas, pero aun así tienen una gran fuerza, y las disonancias son tan interesantes como las armonías. El único problema es que la audiencia de la Radio Pública Nacional es mayoritariamente blanca y de clase media. Muy pocas minorías la escuchan. De modo que el libro, valioso como es, representa sólo una parte de los Estados Unidos.
–¿Cómo sabe que las historias son efectivamente verdaderas? ¿Era un requisito importante para usted?
–Oh, sí. Pensé mucho en eso. Con algunos relatos tuve dudas y me puse en contacto con los autores, y siempre que me confesaban que los habían inventado, los dejaba de lado. Pero en la segunda parte del libro, en el capítulo “Objetos”, hay una historia muy extraña llamada “El muñeco”. Era tan desconcertante... Pero me había gustado mucho, de modo que contacté al autor y me juró que era verdadera, que todo había ocurrido tal como lo había escrito. Poco tiempo después, yo estaba en la librería de mi barrio, en Brooklyn, y alguien que estaba por ahí me dijo: “¿Conoce usted a Robert McGee? Es el tipo que escribió ese relato, ‘El muñeco’. Es un amigo mío. Y la historia es verdadera: ocurrió realmente así”. Así que tuve una especie de doble confirmación.
–Usted parece reivindicar la relación “natural” entre literatura y experiencia, pero al mismo tiempo invoca a menudo cierta reflexión europea sobre la literatura –Maurice Blanchot, por ejemplo, que preside La invención de la soledad– que la pone radicalmente en cuestión.
–Es que me interesan las dos cosas. Estamos hablando, en última instancia, de la relación entre el lenguaje y el mundo. El lenguaje es el único instrumento que tenemos para comprender el mundo. Pero al mismo tiempo el lenguaje falsea el mundo. De modo que vivimos en una suerte de brecha entre dos realidades. Sabemos que el sistema que nos permite percibir la realidad es un sistema cuya fidelidad es sospechosa. El lenguaje, por ejemplo, fabrica categorías; podemos ir refinando las categorías hasta llegar a niveles muy altos de especificidad, pero no siempre vamos a llegar a ese corazón que hace que un objeto, una persona o un hecho sean únicos. Hay momentos en que la poesía y la ficción se acercan mucho, pero no sé. Lo que yo hago es extraño: trato de escribir los libros que el lector podría escribir por sí mismo. Lo descubrí hace unos años, leyendo. Me di cuenta de que cuando leía, trasponía las cosas que estaba leyendo a lugares que conocía. Estaba leyendo Orgullo y prejuicio, la maravillosa novela de Jane Austen, que tiene muy pocas descripciones físicas –casi todo es diálogo y narración–, y me di cuenta de que todo sucedía en la casa donde yo había vivido de chico. Las hermanas Bennett estaban sentadas en el living de mi casa. Eso es lo que hacemos al leer: expropiamos lo que leemos para trasladarlo a nuestras propias experiencias, nuestros recuerdos, nuestros sentimientos. Por eso creo que cada lector lee literalmente un libro distinto.
–“Más que un novelista, terminé considerándome como un contador de historias”, dice usted en una entrevista. ¿Qué lo lleva a esta especie de filosofía de la simplicidad?
–Creo en una cierta lucidez, en una transparencia. Puede que sea imposible transmitir con simplicidad una idea extremadamente compleja, pero al menos podemos mostrar con claridad los pasos –a, b, c...– que quizá nos lleven a explicarla, en vez de cubrirlo todo con un vago manto de sombras y misterio. La vaguedad no produce nada. Hace unos veinte años tuve una conversación asombrosa con Edmond Jabès, un filósofo francés muy amigo. Hablábamos de la subversión. Y él dijo: “Todo escritor pretende subvertir. Subvertir las maneras de pensar y las actitudes convencionales, sacudir a la gente para que vea el mundo de otro modo. Si alguien quiere ser un poeta de vanguardia y arrojar palabras contra la página, creyendo que así combate contra el imperialismo del lenguaje, perfecto. Pero a nadie le va a importar un bledo. Lo único verdaderamente subversivo y perturbador es la claridad. Pensemos en Kafka. No hay frases más claras y transparentes que las de Kafka. Y al mismo tiempo nadie más perturbador”. Me parece una idea muy fuerte. La claridad es algo así como una generosidad de espíritu. Es reconocer que el escritor y el lector son seres humanos que están compartiendo una experiencia. No se escribe por las palabras en sí: se escribe para decir algo sobre el mundo.
–Usted escribió el guión de Cigarros, codirigió con Wayne Wang Blue in the Face y dirigió Lulu on the Bridge. ¿Qué lleva a un escritor a salir de su encierro para ponerse a hacer cine?
–Un antiguo interés por las películas y las imágenes. Y el deseo, perfectamente consciente, de salir de mi habitación de escritor. Gocé mucho trabajando con otras personas. Era algo que extrañaba desde mi época de deportista. Hacer películas, en cierto sentido, es como hacer deporte. Una mezcla de deporte y de guerra, donde uno es un general que debe mantener alta la moral de la tropa y ganarse la lealtad de los soldados para ganar la batalla. Para mí, como director, lo más importante era vivir una buena experiencia de equipo, que todos recordaran esos dos meses de trabajo con felicidad. Y creo que lo conseguí. Puede que Lulu on the Bridge fuera un proyecto demasiado ambicioso, pero hoy, cinco años después, mucha gente me dice que fue la mejor experiencia cinematográfica –tal vez no la mejor película– de su vida. Para mí, además, fue una gran revelación psicológica: dirigir me enseñó una forma extraña y sutil de expresar ira. Un día, por ejemplo, necesitábamos un auto. Era para la escena en que Mira Sorvino se va de viaje y la pasan a buscar. Yo quería un remise de los antiguos, esos en que la ventanilla trasera se baja del todo, para que se la pudiera ver saludando, mientras que en los nuevos sólo se baja hasta la mitad. Así que se lo pedí a Jeff Mazzola, elresponsable de producción, y Jeff me dijo: “Ningún problema. Ya tengo el lugar donde alquilarlo”. Llegamos al set. Era un día fácil, había pocas escenas para filmar. Una era una toma muy corta del auto en la calle; los actores se estaban vistiendo, así que aproveché el tiempo y decidí filmarla ahí mismo, y le dije a Jeff que de paso nos aseguraríamos de que el auto estaba bien. “El auto está bien”, me dijo. “Sí”, dije yo, “pero si no está bien quisiera saberlo ahora, así tenemos tiempo de cambiarlo”. La ventana, por supuesto, sólo bajaba hasta la mitad. ¿Qué podía hacer? ¿Gritarle por no haber hecho su trabajo? Yo sabía que no era así. Sabía que había pedido el auto adecuado. Así que, ¿por qué le iba a echar la culpa? Cuando vimos que el auto no servía, Jeff se puso tan mal, se sintió tan herido en su orgullo profesional, que llamó a la empresa de alquiler de autos y los insultó de arriba a abajo. Y yo me quedé ahí, viendo cómo Jeff le aullaba al teléfono, y me di cuenta de que él estaba expresando mi furia por mí, de modo que yo podía tratarlo bien, amablemente, y decirle que no se preocupara, que todo estaba bien, que ya conseguiríamos otro auto.
–Usted logró darle dignidad artística a un sentimiento muy desacreditado: el optimismo. Y lo logró, creo, demostrando que el optimismo también puede ser complejo.
–Una vez más, todo tiene que ver con tener una actitud honesta con el mundo. Hay miles de ejemplos de estupidez y crueldad; todo el tiempo vemos gente jodida, malvada, intolerante, odiosa. Un cínico mira el mundo y dice: “El hombre es un ser despreciable. No se merece el Dios que lo creó”. Y sin embargo hay gente buena en el mundo. Hay gente generosa que arriesga su vida por los demás. Y esa cualidad –la bondad humana– es un hecho. Y si yo dijera que no existe, estaría mintiendo sobre la realidad del mundo. La gente tiene esperanza. Todos tenemos esperanzas. Todos los días nos levantamos, nos vestimos y salimos a la calle con la esperanza de que sea un buen día y las cosas nos salgan bien. Aun las personas más pobres o más abyectas. De lo contrario, nos pegaríamos un tiro en la cabeza. Y yo quiero dar fe de todo eso. Quiero que esos momentos de gracia, felicidad y redención también formen parte del mundo. En eso está trabajando desde hace años Tzvetan Todorov, un francés que empezó haciendo crítica literaria y ahora hace lo que yo llamaría “filosofía moral”. ¿Por qué la gente es buena? No por qué es mala –dado que esa respuesta ya la conocemos– sino por qué, cuando se enfrenta con el mal, hay gente que no se somete a él: por qué hay gente que trasciende sus circunstancias. Quizás sea una de las preguntas más profundas de nuestro tiempo.
–¿Qué pensó cuando el músico Stockhausen dijo que los atentados del 11 de septiembre, aunque condenables, eran una gran obra de arte contemporánea?
–Entiendo lo que quiso decir, pero fue una frase muy desagradable. Ofendió a mucha gente. Y los atentados no fueron una obra de arte. Fueron, sí, un gran acontecimiento mediático montado por gente muy inteligente. Pero decir que eso es arte es una estupidez. Es asesinato. Y el asesinato en sí nunca es arte. Es como creer que una snuff movie (versión del cine porno que incluye crímenes reales) puede ser arte. Los atentados fueron una snuff movie en la que mataron a tres mil personas. Así que no encajan en mi definición del arte.
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