ESPECTáCULOS
› UNA MIRADA DIFERENTE
La revuelta social, en la paz del campo
› Por Luciano Monteagudo
La primera imagen de Una de dos es la del campo bonaerense, visto a través de la ventanilla de un auto en movimiento. Un largo travelling expone todo el color, la luz y la riqueza de ese típico campo argentino, pródigo, apacible, generoso. La banda de sonido, sin embargo, dice otra cosa. La radio del auto está encendida y se escuchan las noticias que vienen de no muy lejos de allí, del conurbano. Corre diciembre del 2001. Un cronista apostado en Fuerte Apache registra el saqueo a un supermercado y, en medio de las sirenas y los gritos, le pregunta a uno de los participantes por qué hace eso. “Por hambre, papi; no hay trabajo”, es la respuesta. En esos minutos iniciales, en esa tensión que se produce entre lo que se ve y lo que se escucha, está planteado –a la manera musical de un leitmotiv– el tema central de Una de dos, esa profunda contradicción entre un país rico y sus habitantes pobres.
La novedad que viene a aportar el film de Taube está en la manera en que observa esa contradicción, desde un lugar siempre oblicuo, nunca central. El núcleo de las protestas sociales de aquel momento –Plaza de Mayo, el Obelisco– está siempre fuera de campo, apenas en el audio, o en la pantalla lejana de un televisor, al que se mira con indiferencia. Hay cierta audacia en este planteo, porque el primer efecto que consigue Una de dos es desarticular el camino políticamente correcto, desconfiar de la mirada épica con que hasta ahora se habían abordado aquellos días de furia para probar entender, en cambio, cómo se vivía esa circunstancia a apenas 80 kilómetros de Buenos Aires, en un típico pueblo del interior de la provincia, apenas sacudido de su siesta por los acontecimientos que agitaban a la Capital.
El eje alrededor del cual se articula la estructura narrativa de la película es Juan Hernández, alias El Rubio (Jorge Sesán, uno de los pibes de la calle de Pizza, birra, faso). A diferencia de sus amigos del pueblo, con los que comparte unas cervezas, El Rubio no llora miseria. Cuando todos andan cortos de plata, él se puede permitir unas zapatillas nuevas y una remera de moda. Nadie sabe bien en qué anda, salvo el espectador, que lo acompaña en una escapada a Buenos Aires y a una sórdida reunión con un comisario de la zona, que está detrás del negocio de la distribución de monedas falsas. Pero el asunto se está poniendo espeso y El Rubio recibe la orden de frenar todo y de guardarse las monedas donde le quepan, con tal de no dejar rastros. La crisis llega para todos.
También, por supuesto, para el pueblo, donde se corta la cadena de crédito y el supermercadito local tiene que pagar las reses al contado, atender con la puerta semicerrada y anunciarles a sus clientes que ya no se pueden llevar nada de fiado, como era costumbre. La gente, sin embargo, trata de seguir como puede con su vida, como la novia de Juan (Jimena Anganuzzi, la protagonista de Todo juntos, de Federico León), que deambula tristemente por ahí con sus amigas, mientras debe hacerse cargo de su madre, la farmacéutica del pueblo, que abusa de sus propias pastillas y se queda anestesiada frente a la pantalla ardiente del televisor, acompañada por una botella de anís.Si la desesperación hace estragos en la clase media, exalta los ánimos de los pocos obreros que aún tienen trabajo, que paran el taller textil de la zona y arman una fogata en las vías muertas por las que alguna vez supo circular un tren. Pero en la mirada atenta, observadora de Taube, ese levantamiento de entrecasa no parece más que un torpe remedo de lo que ven por televisión, un simulacro. “Los tenemos agarrados por las bolas”, se entusiasma un primo del Rubio, exaltado por los fuegos de artificio de la noche anterior. Pero el Rubio, que sólo parece pensar en sí mismo, la tiene sin embargo más clara: “¿Anoche? Anoche no pasó nada, anoche fue Navidad”.
A su alrededor son todos susurros, medias palabras, pequeñas envidias pueblerinas. Pero también melancolía, deseo (casi sin que se encuentren, es muy intensa la relación entre Sesán y Anganuzzi) y la felicidad fugaz de un picado de fútbol en una radiante mañana de sol, en uno de esos días en que el país parecía a punto de explotar y en ese pueblo se permitían confundir inocentemente la revuelta social con un feriado fuera del calendario, o un recreo escolar.