ESPECTáCULOS
› DIALOGO CON NICOLAS CABRE, QUE
TRAZA UN RETRATO COLECTIVO DE SU GENERACION
“Los de 25 crecimos en la desesperanza”
El actor de El gran regreso, que protagoniza junto a Alfredo Alcón en Mar del Plata, recorre el malestar juvenil modelo 2005, muy parecido al que se describe en la obra que se convirtió en uno de los mayores éxitos de la temporada. La crisis, el sida, el menemismo, la fama según un chico al que hace mucho que le va bien.
› Por Julián Gorodischer
Las señoras que llenan la sala de El gran regreso quieren entender cómo era “eso de ser joven”. Nicolás Cabré podrá ayudarlas: ejerce ese oficio desde hace dos generaciones. Fue el joven vacilante de Gasoleros (Canal 13, 2001), donde nació su habilidad para el llanto entrecortado; fue el joven alocado de Son amores, con ataques de furia y risa maníaca inspirados en el animé (dibujo oriental); y vuelve a serlo, en el Auditorium de Mar del Plata, atormentado en un drama que le compite, parejo, al vodevil. ¡Joven, joven, joven!: levemente tartamudo, virando al tono bajito para terminar la frase, con tendencia al lloriqueo, sin la entonación del Actor de la Nación que espera a un costado (Alfredo Alcón). De pronto, se lleva una mano a la cabeza y la dicción se le cierra hasta el límite de la comprensión: está tratando de expresar La duda. El será siempre proclive, tardío a los 25, a heredar al chico conflictuado de El cazador oculto de J. D. Salinger –inusual en la comedia–, y será polar para cambiar de ánimo rozando el estereotipo.
Como actor precoz que fue, lleva más tiempo que cualquiera siendo un joven televisivo, y –ya en los ‘90– conoció el dilema del adolescente unidimensional en Son de diez, donde se inició junto a Florencia Peña. Cambiaron los nombres de programas pero no los usos, y le sigue correspondiendo el romance dedicado al club de fans, la fama de malhumorado, el rol perpetuo como hijo, sobrino o nieto, esta vez, con todo para perder: en El gran regreso está desempleado, acaba de separarse de su novia, hospeda en su casa a su padre (Alfredo Alcón) represor y pesado, a quien le derrumba sus castillos en el aire (¡sueños de divo!) y se roba el aplauso de pie. ¿El suyo es un retrato colectivo? Nicolás Cabré, a pedido, recorre las marcas de su tiempo: el sexo con cuidados, las drogas químicas, el sida, el desempleo, el exilio económico y la pelea continua contra las huellas que dejó el menemismo. El panorama es aterrador, así en la vida como en las tablas, cada vez que se liga el horror de su personaje (sin amor ni trabajo) al testimonio de su generación. “Todos nosotros –dice Cabré– vivimos entre el silencio y la desesperanza.”
–¿Es un lamento generacional?
–Lamentablemente El gran regreso refleja la falta de trabajo y el “no saber adónde ir” que sufren muchos jóvenes. Con 25 años, quedás con los brazos bajos, con falta de sueños: perjudicado por el desempleo, una separación reciente, sin saber qué hacer con la vida (como el personaje). No tenés trabajo o hacés algo para lo que no te preparaste, y todo es más dificultoso. Te sacan la posibilidad de crecer o soñar.
–¿Ante todo, escéptico?
–Tengo amigos que están entregados, no creen en nada: les sacaron las ganas de vivir. Yo voté una sola vez en mi vida y no quiero votar más. Muchos amigos míos estuvieron en la tragedia de Cromañón, y no creo que sea una excepción sino un síntoma: es lamentable que se empiecen a hacer cosas después de la masacre. Tenemos poca memoria y, de esto, en tres meses no se habla más, se deja pasar, se sepulta... ¡Eso es lo que indigna! Una muerte colectiva de jóvenes indica que está todo podrido, pero no diría que fue peor por la pobreza: en la disco Pachá podrá pasar lo mismo. Las irregularidades no giran en torno del poder adquisitivo; somos una sociedad hipócrita: todos saben pero nadie hace nada.
–¿Cuál es el paralelo entre su personaje de El gran regreso y el veinteañero típico?
–Se rompe el alma y está desocupado. La adolescencia y la juventud siempre son dificultosas: es adaptarse al mundo de trabajo o del desempleo. Un padre como el de la obra, judío, con una realidad de inmigrante, con su propio padre desaparecido, sobreviviente, bombardeó a sus hijos de culpas y generó una vida en los antípodas.
–Y si tuviera que recorrer las preocupaciones de esa vida...
–Diría que las drogas químicas, por ejemplo, me parecen una mierda: no las entiendo. Son escapes, la expresión más pura de que uno no sabe hacia dónde está rumbeando. Es una búsqueda autodestructiva, sin querer parecer careta. Aunque involucre placer, siempre es mayor el daño.
–Otra marca generacional podría ser la expansión del “fan”...
–Ahora el fan está globalizado. El que sale dos minutos en la tele tiene su fan propio que le dice que es increíble. El fanatismo o la obsesión no me gustan, pero no los juzgo: todos tuvimos ídolos, y los tendremos, y me parece hasta lógico y necesario para sacar la atención de uno mismo. Cuando hacíamos Son amores, con la situación del país tan complicada, se acercaban y agradecían por los cuatro minutos de risa diarios. Ahí noté que la función que cumplo en la vida del otro es más importante de lo que creía.
–Y pertenece, además, a la camada que conoció el sexo sólo si es con forro...
–Sufrimos la gran diferencia que nos separa de otras generaciones que es haber nacido con el forro en el bolsillo. Mi viejo no sabe cómo se usa, o le molesta mucho usarlo. Pero igualmente tendríamos que afectarnos aún más, ser más responsables, hacernos más estudios, tener más cultura respecto del sida.
–¿Sobre las huellas que les dejó el menemismo?
–Con esta edad la ligamos de rebote, y les pasará también a nuestros hijos. No sé cuánto tiempo se tardará en estabilizar: las huellas se ven en todos lados, caminando por la calle, cuando te topás con cada vez más cartoneros. Crecimos creyendo la misma mentira que creyeron todos: un país que seguimos viviendo ahora, con chicos repartiendo volantes en los semáforos, con gente que pide en todas las esquinas. Yo no sé hasta qué punto eso no conviene para que uno esté mal culturalmente y no sepa pensar ni analizar las cosas que hacen, que dicen o que pasan.
–¿También pertenece a una generación muy marcada por la tele?
–Vemos mucha TV como otra manera de escapar: a pesar de trabajar en ella, no soy de mirarla. Veo mis productos para ver qué está bien y qué está mal, pero muy pocas veces me engancho. A la tele la sufro de otro modo: me molesta el asedio, que quieran meterse adentro de mi casa, sin un código que regule la intimidad de cada uno. Si otro quiere, que abra la puerta de su casa. Pero en la mía, que no se metan.
Subnotas