ESPECTáCULOS
› MAR ADENTRO, CON JAVIER BARDEM
Una defensa de la libertad individual
Después de Harry Potter, el mundo de Lemony Snicket es el más popular de la literatura infantil angloparlante: la adaptación al cine sorprende por su nivel, superior al de la media de Hollywood. A su vez, Javier Bardem demuestra que Mar adentro es más su película que la de Alejandro Amenábar.
› Por Horacio Bernades
¿Qué es lo que llevó a Alejandro Amenábar a interesarse por la historia de Ramón Sampedro? La pregunta no es de fácil respuesta, en tanto parecería no haber ninguna relación entre los intereses cinematográficos del realizador de Tesis, Abre los ojos y Los otros y la historia real del hombre que, tras quedar cuadripléjico como consecuencia de un accidente, libró una batalla de más de 30 años para que las autoridades le permitieran procurarse la propia muerte. En tren de forzar asociaciones, esto último (la muerte) podría surgir como único motivo común entre aquellas películas y ésta. Pero en los casos anteriores, el realizador –nacido en Chile y radicado desde pequeño en Madrid– la había abordado desde un formato muy específico de cine de género, ya fuera el thriller como el film de fantasmas. Mientras que aquí se atiene a códigos igualmente férreos, aunque de intenciones y sentido casi opuestos. De los dominios del cine fantástico –allí donde suele imperar la imaginación, la opacidad del mensaje, la relación sumamente distante con lo contingente– Amenábar ha pasado sin transiciones a la película de discapacitados, el alegato social-aleccionador, el rubro tribunalicio incluso.
¿Es satisfactorio el pasaje? No necesariamente. Dejando en suspenso la pregunta planteada en el párrafo anterior, debe decirse que Mar adentro es una representante sumamente atípica del género (o los géneros) en que se inscribe. Da toda la sensación de que Amenábar era consciente como nadie de todo lo que debía evitar para no caer en tosquedades, obviedades, épicas de bolsillo y epifanías fáciles. En manos de cualquiera de sus pares hollywoodenses, la historia de Ramón Sampedro hubiera funcionado como novela ejemplar y manual de autoayuda, con el protagonista convertido en héroe modélico en la lucha por el propio cuerpo y la propia vida. A ello le hubiera correspondido un desarrollo dramático férreamente pautado, lleno de tours de force actorales, escenas de bravura, oposiciones simplotas entre libertad de elección y autoritarismo moral, una épica final febril y demagógica y un mensaje con moraleja.
Curiosamente, no se trata de que Mar adentro no se detenga en todas las estaciones de este vía crucis dramático –al que en verdad sigue con absoluta fidelidad– sino que lo hace de un modo atenuado, asordinado, disimulado casi. Es como si Amenábar y todos sus refinados colaboradores (desde su habitual coguionista, Mateo Gil, hasta ese connaisseur absoluto de la música celta que es Carlos Núñez) se hubieran abocado a limar cuidadosamente todo exceso dramático, cualquier énfasis, el más mínimo asomo de vulgaridad y demagogia. ¿Es entonces admirable el resultado de este empeño? No necesariamente. Sucede que, de tanto esmero puesto en el trabajo de borrado y limado, Amenábar finalmente parece haberse quedado sin nada. O con poco, para decirlo con más justicia.
¿Cuál es el eje central de Mar adentro, qué conflicto desarrolla, a dónde apunta? Se supone que a una defensa de la libertad individual, incluso si ésta representa la propia muerte. Sin embargo, en términos dramáticos y expositivos, esta dirección de sentido está tan diluida, tan pospuesta y desplazada, que sólo en los últimos 15 o 20 minutos (cuando Sampedro se aboca a lo que podría llamarse su solución final) puede considerársela verdadero motor de la trama. ¿Representará tal vez Mar adentro un canto al alto espíritu humano, que lleva al protagonista a no perder su más negro y chacotón sentido del humor, ni siquiera 30 años más tarde de haber quedado inmovilizado para siempre del cuello para abajo? ¿O quizás estemos frente a una metáfora sobre la voluntad de libertad, simbolizada en esos vuelos poético-imaginarios que Sampedro emprende a través de la ventana de su cuarto, buscando reunirse una vez más con el mar amado y odiado?
¿Es Mar adentro una película sobre la empatía humana, representada por las relaciones de simpatía y comprensión que el protagonista establece con una abogada, una vecina y su cuñada? ¿O se tratará en cambio de una pícara referencia al fabuloso arrastre de Javier Bardem que, con una sábana cubriéndole el cuerpo, inmovilizado, pelado, con veintipico de años de más e impotente, se las arregla para seducir a todas esas mujeres y, seguramente, a unas cuantas más del querido público? ¿Por qué no una parábola sobre las paternidades sustitutas, encarnadas en Sampedro y su sobrino o hijo adoptivo? ¿O será tal vez un embate contra el oscurantismo eclesiástico, emblematizado por el sacerdote, cuadripléjico también, que, en una escena digna de Saturday Night Live, viene a sostener una disputa ética e ideológica sobre la vida y la muerte con el cuadripléjico suicidario?
El problema es, justamente, que Mar adentro podría ser una película sobre todas esas cosas. O lo que es lo mismo: sobre ninguna de ellas. No se sale de la película de Amenábar emocionado, sacudido, motivado o provocado, sino con la sensación de haber asistido a dos horas de la más pulcra y prolija corrección cinematográfica, política y moral. Eso es al menos lo que le sucedió al cronista. El casi seguro Oscar al Mejor Film en Lengua no Inglesa y los 14 premios Goya (entre otros muchos galardones), así como las crónicas y públicos exultantes en casi todas partes del mundo parecen decir que no es esa la opinión mayoritaria.