Sáb 05.02.2005

ESPECTáCULOS  › DIANA KRALL Y SU TRIO EN EL LUNA PARK

La discreta seducción de la dama blanca del jazz actual

La pianista y cantante dialoga con la tradición: mohínes y buena voz. Pero todo sucede con perfecto y calculado desgano.

› Por Diego Fischerman

Entre muchas definiciones posibles, tal vez la más inexacta de todas sea aquella que habla de la música como el arte de combinar sonidos. Además de lo que suena, en la experiencia musical cuenta una cantidad de otros factores y, aunque se hable frecuentemente del fanatismo, la puesta en escena y los fenómenos identificatorios en el caso de la música pop, basta mirar hacia el lado del pañuelo de Pavarotti secándose la frente, los gestos de Leonard Bernstein cuando dirigía una orquesta o los ajustados jeans de la violinista Anne Sophie Mutter para reparar en que el peso de lo aparentemente extramusical no es privativo de las tradiciones populares.
El caso de las cantantes de jazz, de todas maneras, es particularmente explícito: aun en casos en que lo sonoro se juega en ese inquietante borde en que lo expresivo se convierte en terrorífico, como en el caso de Billie Holliday, las flores en el pelo, los tajos en los vestidos, los tacos altísimos y los labios abultándose junto al micrófono en oscuras vocales, tienen un alto rango de especificidad en el lenguaje. La figura de Diana Krall, que el jueves actuó por segunda vez en Buenos Aires, debe entenderse en relación con esa tradición y con esa expectativa. Las menciones de parte del público al hecho de que es “fría” y que “no hace otra cosa que cantar”, en todo caso, pueden entenderse en ese sentido. Porque la falta de énfasis, una cierta tosquedad en los movimientos, una relativa displicencia y alguna sonrisa esquiva no son más que una particular manera de comentar, por parte de la estrella canadiense, algunas de las herencias del género.
Con un comienzo titubeante, incluso desde el punto de vista técnico, con numerosas imprecisiones en el piano y, en las improvisaciones, un desarrollo absolutamente estandarizado de los motivos, tanto Krall como su grupo –el guitarrista Anthony Wilson, que tocó con ella en sus últimos dos discos; el muy buen contrabajista Robert Hurst (un acompañante preciso que, además, sorprendió en sus solos, incluso con el arco) y el baterista Emmanuel Riggins– fueron ganando en ajuste y soltura a lo largo de la estricta hora y media de show. Es posible que la gigantez del Luna Park, además de llevarse bastante mal con las características más bien íntimas de un concierto de esta naturaleza y de provocar serios problemas de sonido (desde las localidades menos caras –llamarlas “más baratas” sería un abuso de indulgencia– era imposible oír casi nada) haya también intimidado a los artistas, más acostumbrados a pequeños clubes y al ruido de los vasos de whisky que a los estadios de box reciclados. La decisión del lugar de realización, sólo explicable desde el punto de vista pecuniario, fue poco feliz a la hora de los resultados artísticos.
Dos pantallas gigantes permitieron a la mayoría, que de Diana Krall sólo llegó a discernir el halo de su túnica celeste, darse cuenta de que se trataba realmente de ella. Los ojos semicerrados, la boca apretada y ese gesto de reconcentrada atención que caracteriza su manera de tocar eran los de ella, igual que los graves espesos de su voz, la emisión casi sin vibrato y esa forma de frasear como al desgano que convirtió en uno de sus sellos de fábrica. Con un repertorio que incluyó, además de clásicos como In the Sunny Side of the Street, el blues Stop this World de Mose Allison, temas de su admirado Nat King Cole, como I’m an Errand Girl for Rhythm, Almost Blue, de su marido Elvis Costello y The Girl in the Other Room, compuesta junto a él –al presentarla se permitió la única broma de la velada: “Trabajamos toda la noche”–, Diana Krall mostró los argumentosque la convierten en uno de los fenómenos del mercado actual. Buena pianista y buena cantante, aun sin ser creadora de un estilo de interpretación original –como Casandra Wilson, por ejemplo–, ha conseguido, en cambio, diseñar un producto altamente eficaz en el que la elección de aquello que interpreta está lejos de ser un dato menor. En particular, con el giro otorgado por su nueva alianza –en más de un sentido– con Costello, se aleja definitivamente del fantasma del “buen show de hotel de lujo” para abordar nuevas canciones –en algunos casos, con una importante tarea como letrista– y nuevas estéticas.

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