ESPECTáCULOS
› LA COMPETENCIA OFICIAL EN BERLIN MOSTRO LO ULTIMO DE SOKUROV
Hiroito o la soledad del poder
En Solnze (El sol), el cineasta ruso pone el foco en el trágico emperador japonés, como había hecho antes con Hitler y Lenin.
› Por Luciano Monteagudo
Una sombra se agita tenuemente en las penumbras del bunker del palacio, como si estuviera a punto de desaparecer entre esas paredes blindadas, que no alcanzan a atenuar el grito lejano de las sirenas y las bombas. Es el emperador japonés Hiroito, en 1945, con las tropas estadounidenses golpeando a su puerta. Así, casi como un fantasma, lo concibe el gran realizador ruso Aleksandr Sokurov en Solnze (El sol), la película que con sus tinieblas ayer iluminó la competencia de la Berlinale.
Es una de las paradojas del film que su título remita al Imperio del Sol Naciente y su luz sea sólo la del ocaso: parda, opaca, moribunda. Uno de sus sirvientes asiste al emperador con su vestuario y mientras abrocha, uno por uno, la infinita hilera de botones de su camisa, pareciera que está tejiendo su mortaja. De alguna manera, es así: está muriendo un dios, pero Hiroito está decidido a que de esa ceremonia fúnebre nazca un hombre. “Mi cuerpo es igual al de todos los japoneses”, le responde serenamente el emperador a uno de sus asesores, cuando éste le quiere recordar que, de acuerdo con la tradición, es “Dios encarnado”. Hiroito sabe que la capitulación no está entre los ritos del imperio y que sus súbditos prefieren inmolarse antes que permitir pacíficamente la ocupación de la isla por el ejército enemigo. Pero Hiroito está decidido a terminar con la pesadilla que comenzó con los hongos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. “No pude evitar la guerra”, se lamenta una y otra vez.
El sol es la tercera entrega de una tetralogía –de una gravedad casi wagneriana– que Sokurov les está dedicando a las grandes figuras trágicas del poder. En 1999, la serie se inició con Moloch, consagrado a unos momentos en la vida íntima de Adolf Hitler, en su casa de descanso en las montañas. Luego, en el 2001, le llegó el turno a Vladimir Ilianovich Lenin, con Taurus. Y ahora Sokurov trajo a la Berlinale su retrato en abismo de Hiroito, que en la soledad del poder, consumido por la visión del horror de ver a Tokio en ruinas, se consuela escribiéndole una carta caligrafiada a su hijo y dando rienda suelta a su pasión por la biología, diseccionando un cangrejo cuyo caparazón le recuerda la máscara de un samurai, tal como se representa en el teatro kabuki.
“No es lo mismo Hitler, que Lenin, que Hiroito: hay distintas salidas a diferentes situaciones trágicas”, declaró Sokurov aquí en Berlín. “Yo no hago películas sobre dictadores sino sobre gente que alcanza el poder absoluto, pero cuyas pasiones y fragilidades humanas afectan más sus decisiones que las mismas circunstancias. El emperador japonés es un símbolo de un final constructivo, o para ser más precisos, no de un final sino de una continuación, la de la vida. No parecía un dios de la guerra sediento de sangre. Por el contrario, Hiroito prefirió salvar vidas humanas antes que el orgullo nacional. Ese fue su legado y el de aquellos políticos norteamericanos que pudieron comprender y apreciar su posición.”
Desde el comienzo de su obra, Sokurov sintió una fascinación por el tema del poder. El primero de sus films que se conoció en la Argentina fue Elegía soviética (1989), un abrumador ensayo de media hora en el que solamente desfilaban ante la cámara los retratos oficiales, pintados al óleo, de los distintos líderes soviéticos que se sucedieron en el poder, hasta la caída de Gorbachov. A su vez, El arca rusa puede leerse como un réquiem a la materialización misma del poder: el palacio real de San Petersburgo. La muerte (en Madre e hijo) y el Japón (en Una vida humilde, que integra la serie de sus “videogramas espirituales”) también son parte esencial de sus obsesiones como cineasta. Todas ellas están reunidas ahora en El sol, pero a pesar de ello la nueva película no está a la altura de aquellas cumbres. El diálogo que Sokurov le impone a Hiroito con el general Mac Arthur parece un poco fuera de tono, como si abriera de manera innecesaria (y también un poco torpe) lo que podría haber sido un monólogo excepcional.
Hay una novedad, sin embargo, en este Sokurov, y es un atisbo de humor en un cineasta particularmente grave. Aprovechando una magnífica composición de Issey Ogata como Hiroito, el director ruso encuentra una rara afinidad entre su figura y la de Charles Chaplin, a quien el emperador aparentemente admiraba. Es apenas un momento fugaz, pero la deidad imperial, desprovista de sus atributos de mando y convertida finalmente en un japonés como tantos, adquiere de pronto una cualidad humana, casi chaplinesca.
En el extremo completamente opuesto del arco expresivo, sólo otro cineasta está a la altura de Sokurov en la irregular competencia de la Berlinale. El taiwanés Tsai Ming-liang vuelve a probar que se trata de uno de los más originales autores contemporáneos con Tian bian yi duo yun (La nube errante), un film que no se parece a nada ni a nadie que no sea su propia obra. Habría que remontarse a Vive l’amour (1994) o a El río (que en 1996 le valió a Tsai aquí Berlín el Oso de Plata al mejor film) para encontrar un final más terrible, más angustiante que el de La nube errante, una película que, paradójicamente, está bañada de humor, con unos números musicales espectaculares, de una deliberada estética kitsch, un poco a la manera de The Hole (1998), donde llovía permanentemente.
Aquí, por el contrario, el agua está en falta y cuando se consigue hay que acumularla como sea, en cientos de botellas plásticas, que son un poco el leitmotiv, los juguetes de la película. Es que el mundo de Tsai Ming-liang es siempre único, el mismo: apocalíptico, casi sin palabras y plagado de objetos y acciones sorprendentes, como cuando aquí una gigantesca sandía se convierte en un prodigioso sucedáneo sexual. Hay una cantidad de ideas, una imaginación en el cine de Tsai que hace que, aun en un film irregular, casi desprolijo, como La nube errante, su puesta en escena sea inconfundible: le basta un solo plano y el rostro de su actor fetiche, Lee Kang-sheng (protagonista de sus ocho films), para dejar una marca indeleble. Se diría que mientras la mayoría de sus colegas hace cada vez más televisión en pantalla grande, Tsai es uno de los pocos –junto con Sokurov, por caso– que todavía piensa en términos de cine y que busca ampliar sus posibilidades.