ESPECTáCULOS
› “CONTRA LA PARED”, DE FATIH AKIN
Un amor loco y suicida
El nuevo wunderkind del cine alemán es turco y narra la alienación de una pareja perseguida por el fantasma de su tradición cultural.
› Por Luciano Monteagudo
Con sus primeros dos largometrajes, Rápido y sin dolor (1998) y la road movie En julio (2000), que se conocieron en Buenos Aires gracias el Instituto Goethe, el director Fatih Akin (Hamburgo, 1973) supo ganarse inmediatamente un lugar en el cine alemán, contando historias que conocía bien de cerca: las de los hijos de inmigrantes turcos que –como él– buscan su lugar de pertenencia en un país y una cultura muy distintos de los de sus ancestros. Con el documental Al pensar en Alemania, nos olvidamos de regresar (2000), una suerte de álbum genealógico en primera persona, que era también una peregrinación a Estambul, Akin fortaleció su lugar de vocero de una comunidad y una generación signada por la diáspora. Le bastó con salir una única vez del ghetto que él mismo hizo de su cine (una película por encargo titulada Solino, del 2002, francamente fallida) para que decidiera volver a sus raíces de inmediato. Y no le pudo haber ido mejor: Contra la pared se convirtió en uno de los films más premiados de Europa durante la temporada 2004, empezando por el Oso de Oro de la Berlinale y siguiendo por todos los laureles del cine alemán.
La película comienza de manera muy franca, con una suerte de tableaux vivant animado por una cantante y unos músicos tradicionales turcos que –con el paisaje feérico de Estambul de fondo, perlado de minaretes– interpretan una canción de amor (y habrá otras más a lo largo del film, a la manera de intervalos o capítulos) que sirve de comentario sobre lo que será la película propiamente dicha. Esa historia será la de Cahit y Sibel, dos descendientes de turcos radicados en Hamburgo, que se conocen en las peores circunstancias: en una clínica para la rehabilitación de suicidas.
A los 40 años, Cahit apenas si sobrevive cada día, borracho perdido la mayor parte del tiempo, en un abandono de sí mismo que parece tener su origen en una profunda herida amorosa. Por su parte, Sibel, mucho menor que él, es un huracán, un fuego, un peligro. Vital, alegre, enérgica, puede pasar, sin solución de continuidad, de la más generosa de las sonrisas a cortarse brutalmente las venas con los restos de una botella, dejando a Cahit no sólo bañado en sangre sino también mudo de espanto. ¿Qué demonios se esconden dentro de Sibel? “¡Quiero bailar, quiero hacer el amor, quiero vivir!”, reclama a los gritos. Pero su familia –tradicional, apegada a las costumbres más acendradas de la cultura turca– no se lo permite. Su padre es una suerte de Dios severo y distante; su madre apenas si la puede consolar, amordazada en un sumiso silencio; y su hermano actúa como un policía: lo único que sabe hacer con Sibel es reprimirla.
Y Sibel piensa que una manera de liberarse es casándose con Cahit. Al fin y al cabo, es un hombre de origen turco, como quiere su familia. No será el candidato ideal, pero al menos no es del todo alemán. Se trataría, en todo caso, de un casamiento formal, meramente de compromiso, al que Cahit primero se niega y después accede, con fiesta de bodas incluida, aunque esa misma noche cada uno emprenda caminos diferentes. No por mucho tiempo, por cierto. Esa pareja parece destinada a un amor loco, apasionado, alienante, y eso es lo que sucederá entre ellos.
Fatih Akin parece haberles pedido a sus actores lo mismo que les pidió Winston Churchill a los británicos durante la Segunda Guerra Mundial: sangre, sudor y lágrimas. Y ambos le responden con creces, particularmente la chica Sibel Keilli, que no es actriz profesional (al menos no lo era hasta Contra la pared, que la convirtió en un revelación del cine europeo) y que se brinda a su personaje con una verdad y una entrega estremecedoras. No es el caso de Birol Ünel, actor fetiche de Akin, que ha aparecido en casi todos sus films y que aquí compone por demás a esa ruina de hombre que es Cahit, recurriendo al lugar común. Se diría que ésa es la dicotomía de la película toda, donde hay momentos genuinamente intensos y otros construidos laboriosamente, en muchos casos apelando a una banda de sonido abusiva, donde cada escena está subrayada por un bombardeo de música y canciones.