ESPECTáCULOS
› ENTREVISTA A MAXIMILIANO GUERRA
“Hay en mí una parte animal cuando salgo al escenario”
El bailarín argentino señalado por Nureyev como su heredero estrenó aquí Medea, una coreografía de Mauricio Wainrot con el Ballet Contemporáneo del San Martín, sobre la tragedia de Eurípides. Guerra habla de su personaje (Jasón), pero también de sus comienzos en la danza y de su propia compañía.
Por Analia Melgar
El mismísimo Rudolf Nureyev lo señaló. Aquel que fue catalogado como el mejor bailarín del siglo XX lo descubrió un día entre las bambalinas y poco tiempo después declaró a los medios internacionales que en ese artista reconocía sus mismas cualidades excepcionales. Pero Maximiliano Guerra, incapaz de instalarse en el conformismo, siguió trabajando y sigue haciéndolo, como si la perfección no tuviera límites. A sus 38 años, continúa buscando desafíos. No le resulta fácil. No porque sea incapaz sino porque ya ha transitado casi todos los grandes teatros del mundo. Pero siempre encuentra un proyecto que lo entusiasma. Por estos días está en Buenos Aires acompañando el embarazo de su mujer, que traerá a su tercera hija. Mientras, junto al Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín encara la nueva obra del director de la compañía, Mauricio Wainrot, que cuenta con su participación en el papel protagónico. En Medea, una coreografía sobre la tragedia de Eurípides, el bailarín argentino interpreta a Jasón, castigado por su esposa a presenciar la muerte de sus hijos. En la sala Martín Coronado está realizando seis funciones especiales: empezó el domingo y sigue el 4, 5, 7, 11 y 12 de junio. Luego la obra continuará interpretada por el elenco estable hasta el día 26, los martes a las 20.30 y los sábados y domingos a las 17.30.
Por fuera de las presentaciones junto a su propia compañía, el Ballet del Mercosur, hacía tiempo que Guerra no actuaba en teatros argentinos. En mayo de 2003 bailó Giselle en el Colón y en septiembre hizo El lago de los cisnes en el Argentino de La Plata. En el San Martín integró Noche transfigurada, con Silvia Bazilis, hace casi diez años, en la época en que Oscar Aráiz dirigía el grupo de danza. Ahora, sobre música de Dmitri Shostakovich, es acompañado por Silvina Cortés en el rol de la madre asesina y por Victoria Hidalgo, como la tercera en discordia, la princesa Creusa, también conocida como Glauce. Guerra se ha hecho fama por sus saltos casi acrobáticos, de la coreografía Diana y Acteón, una batería de proezas compuesta por Agrippina Vaganova, que repite en la mayoría de sus presentaciones. Intérprete versátil de estilos varios (clásico, neoclásico, contemporáneo, tango), siempre se le reclama el solo Arms, creado para él por el italiano Mauro Bigonzetti. Allí, por contraste con su consagración mediante giros y elevaciones, un Guerra impactante, vestido con una pollera larga, calla la potencia de sus piernas y deja hablar al torso que se envuelve alrededor de los sonidos del grupo hindú Vas. En Medea no están las proezas en el aire como en Diana y Acteón, pero sí promete “mucha técnica, mucha fuerza física desde los dedos de los pies y las manos hasta el pelo y un personaje con esfumaturas muy interesantes”.
–¿Cómo fue el proceso de composición de este Jasón?
–Al principio, quería saber los pasos que tenía que hacer, unir las coreografías y tener el lenguaje con el cual contar la historia. Cuando llegué al San Martín, estaba hecho un 30 por ciento de la coreografía. El resto se montó sobre mí, con mis aportes. Luego, en la interpretación, Mauricio dejó mucha libertad para manejar las emociones. Todavía tengo una revolución interna, todos los sentimientos del personaje en hervor. A Jasón lo veo apasionado, con ternura y protección hacia sus hijos. Hay un vínculo de amor con Medea. En cambio, lo mueve una ambición desmedida hacia la princesa. Falla y desata la tragedia.
–¿El asesinato de los hijos de Medea y Jasón repercute en su vivencia de la paternidad?
–Yo tengo dos hijas, Micaela y Azul, y Zoe en camino, por lo tanto voy a ir a buscar al personaje precisamente en ese rincón de mi corazón. Toda la tragedia me perturba. Una madre que mata a sus hijos por venganza me parece, por un lado, la cosa más baja, pero, por otro, es casi como un suicidio que requiere de mucho coraje, mucha decisión.
–¿Cómo fue el encuentro con los bailarines del San Martín?
–Las dos bailarinas principales son alucinantes, muy intensas, cada una con sus calidades de movimientos y sus modos de interpretar. Tienen un impacto escénico muy fuerte. Y todos los integrantes de la compañía, apenas entré, me hicieron compañero.
–¿Qué actividad está desarrollando ahora el Ballet del Mercosur?
–Nuestra próxima función es el 23 de junio en Rosario, donde vamos a estrenar tres obras: el pas de deux clásico del pájaro azul de Bella durmiente; una obra mía sobre siete mujeres embarazadas, cada una con su panza; y Exilio, del brasileño Sergio Berto. Por el resto de Argentina, vamos a estar haciendo giras desde mediados de agosto.
–¿Cómo surgió el Ballet del Mercosur y qué vigencia tiene su nombre?
–En septiembre del ’99 pensé en armar un cuerpo de danza para darles trabajo a los bailarines que terminan las escuelas y no tienen dónde ir. Imaginé un espacio de pasaje antes de que se ubicaran en compañías más grandes, donde aprendieran a maquillarse solos, a ser responsables. ¿Cómo lo llamaría? ¿Ballet de Maximiliano Guerra? Demasiado egocéntrico, narcisista. ¿Ballet de Buenos Aires? Tampoco, muy centrado. En ese momento, leyendo los diarios, estaba muy presente el Mercosur: que la fábrica de Fiat, el petróleo, el gas, la política, el cruzado con el peso. Y a mí me empezó a dar vueltas por la cabeza: ¿qué pasa con la cultura del Mercosur? Esta compañía sería un punto de reunión de los países latinoamericanos, con músicos y coreógrafos brasileños, paraguayos, uruguayos, chilenos, argentinos. El Ballet del Mercosur aspira a representar y unificar la cultura del Mercosur. Y hoy tiene todavía mucha más fuerza que en el ’99. Fue una apuesta grande: elegí un nombre que podía desaparecer en el futuro pero lo hice porque creo que el día que las culturas de estos países se encuentren, podrán salir políticamente adelante.
–¿Cómo se financia?
–De mi bolsillo y con las funciones. Las inversiones van de mí hacia la compañía y después trato de recuperar. Este año tenemos una productora para las gestiones administrativas.
–¿Cómo fue el primer encuentro, la primera mirada, con Rudolf Nureyev?
–La primera vez nos cruzamos en el Colón cuando él vino a bailar con el ballet de Nancy. Yo tenía dieciséis años. Lo vi y quedé fascinado. El estaba por salir al escenario, todo maquillado de fauno. La segunda vez, la mirada fue al revés, fue de él hacia mí. Yo estaba ensayando Diana y Acteón en Berlín y vi una sombra sentada en la primera coulisse. Cuando termino mi variación, paro, salgo hacia ese costado. Descubro que era Nureyev, ahí mirándome. Después de la función, conversamos; me hizo preguntas sobre mi forma de moverme, sobre los pasos. No supe nada más de él hasta que su manager me llamó por teléfono y me dijo: “¿En estas fechas, estás libre?”. Le pregunté por qué. Me contestó: “Es que Rudolf quiere que vayas a la Scala a bailar Cascanueces y todo lo demás. ¿Podés en estas fechas?” “Y..., sí. Y..., sí”, contesté (se ríe como de una respuesta obvia). Me sorprendió, me emocionó y me enorgulleció. Pero lo conocí por poco tiempo. Esto fue en julio del ’92 y en enero del ’93 él murió. Pero me dejó mucha herencia. A través de sus ballets descubrí cómo era él. Pretendía la perfección. El era tremendamente musical, tanto que a veces sonaba en el cuerpo como disonante. Bailaba Tchaikovski en cinco tiempos. Y es cierto: si te agarrás del ritmo y de la melodía, te da un cinco, no un cuatro perfecto, o un ocho.
–Cuando Nureyev lo vio, declaró que usted era igual a él cuando tenía veinte años. ¿Cómo recibió esta afirmación?
–No me hizo creer nada distinto de lo que estaba haciendo, seguí trabajando. Los artistas somos incomparables. Quizás él vio en mí una rigurosidad técnica parecida a la de él y le atrajo la parte animal que hay en mí al salir al escenario, parecida a la suya.
–¿En qué teatros todavía no actuó y quisiera hacerlo?
–(Piensa largo rato.) No sé cómo se llama el teatro pero me encantaría conocer Nueva Zelanda, donde todavía no fui. (Piensa otro rato.) El resto, estuve en todos lados.
–¿Hay algún coreógrafo con el que todavía no bailó y quisiera bailar?
–Jirí Kylián [del Nederlans Dans Theater].
–¿Cómo fue su primera presentación en público?
–Después de hacer de perrito en la carpa de Carlitos Balá, tuve la enorme fortuna de que la primera vez sucediera en el Colón. Yo tendría 11 o 12 años; la compañía de la Opera de París vino a hacer una versión de Espartaco al Colón, donde yo hacía tres entradas pequeñas –chassé pas de bourrée para acá y para allá–, pero estaba en medio de las estrellas de la Opera y con todas las estrellas del Colón: Raúl Candal, Silvia Bazilis, Lidia Segni. Me acuerdo perfecto. Todavía siento el olor del pegamento de la escenografía, del maquillaje al agua que se usaba para el cuerpo, de la resina y de la madera que servía de tapete en esa época... y me acuerdo del aplauso del final, esa cosa negra inmensa que me estremeció. Ahí dije: “Esto es lo que me gusta, lo que quiero hacer para toda mi vida”.
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