Vie 03.06.2005

ESPECTáCULOS  › “SAHARA”, CON PENELOPE CRUZ

Aventuras en el continente negro

› Por Horacio Bernades

No es que Sahara carezca de sentido del humor, sino de sentido del ridículo. Eso es justamente lo que, teniendo en cuenta la premisa misma de la película, la pone al borde del ridículo. Según ésta, hasta hace un par de siglos el continente africano habría sido un vergel, y esto es lo que permitió a una nave del ejército confederado llegar hasta las costas nigerianas, luego de surcar el río Hudson... y cruzar el Atlántico.
Tal vez el problema resida en la proliferación de guionistas. Lo cual –ya se sabe– suele dar resultados parecidos a los que producen muchas manos en un plato. O tal vez sea que el director –un tal Breck Eisner– no entendió el guión del todo, creyendo que lo que estaba escrito en broma debía tomarse en serio. Quizá sea que algún ejecutivo metió las zarpas y puso a Penélope Cruz a hacer de médica epidemióloga muy seria de la OMS, que anda investigando el origen de un virus que arrasa con los nigerianos. Mientras a su lado Matthew McConaughey y Steve Zahn hacen de la típica pareja de aventureros simpaticones y cabeza hueca, obsesionados con encontrar en las costas del continente negro aquel navío de tiempos de la Guerra Civil. Negros pobres & enfermos + heroína como escapada de una película con subvención de la Unesco + disparatadas teorías geofísicas + laboratorio de desechos tóxicos en medio del desierto, más disparatado aún + dictador africano malísimo (pero que habla un inglés de reggae) + superempresario hijo de puta (y francés, faltaba más) no es una fórmula que prometa aglutinar y decantar. No aglutina ni decanta.
Aun así, Sahara es mil veces más bancable que cualquier producto de Hollywood “con pretensiones”, porque está libre de los vicios que en esas películas suelen pasar por virtudes. No hay que padecer actuaciones de bravura (mal podrían McConaughey & Cruz aspirar a eso), ni el pesado aparataje técnico-clipero-visual-musical de rigor (apenas un único atardecer anaranjado y mucho Lynyrd Skynyrd, Steppenwolf y otros que se quedaron en el ’70). Sobre todo –miracolo, miracolo!– no se percibe ni un solo efecto digital, ni en los fondos ni en medio de las explosiones ni nada. Acá todo es mecánico y a la antigua, con kilos de trinitron y esas cosas. Se agradece, porque eso le da a la película el berretismo necesario, que ya después algún diálogo demasiado solemne se ocupará de neutralizar.
Lo demás es un pastiche hecho de afanos (sobre todo de la serie Bond, con ultravillano, refugio solar y música alla John Barry incluidas) y un guión que no le teme a nada, a la hora de desatar nudos rápido y fácil. “Yo encontré el origen del virus y vos, al mismo tiempo, la nave que buscabas”, le dice la heroína al héroe, y casi puede escucharse el Eureka gritado a coro por los cuatro guionistas, tras hallar la forma de abrochar dos en uno y encima salir cobrando. Y ojo, que encima la cosa quedó servida para una segunda parte.

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