Sáb 02.07.2005

ESPECTáCULOS  › PAGINA/12 PRESENTA CON SU EDICION DE
MAÑANA UN CD DE CHABUCA GRANDA

Una dama de fina estampa

Cada canción con su razón es uno de los últimos registros de la legendaria artista peruana. Fue grabado en Argentina en 1980.

› Por Cristian Vitale

“Déjame que te cuente limeño
¡Ay!, deja que te diga moreno, mi pensamiento
A ver si así despiertas del sueño, del sueño
que entretiene, moreno, tus sentimientos.”

En cualquier canción que se tome de la prolífica y sincopada cosecha sonora de Chabuca Granda, lo que prima globalmente es una intuición poética muy fina. Suave, evocativa y sensible en sus comienzos; firme y comprometida en su devenir. Puede recurrirse a una estrofa de la mil veces versionada La flor de la canela –como la que encabeza esta nota– y leer en ella una fusión precisa entre intencionalidad estética y compromiso social. O tomar la bella Puente de los suspiros y sintetizar en un simple verso algún amor imposible de adolescencia, que seguramente jamás olvidó (“En mi puente un poeta que me espera / con su quieta madera cada tarde / y suspiro y suspira, me recibe y le dejo / sola sobre su herida mi quebranto”). Puede posarse la atención en aquel vals que le dedica a un criollo peruano llamado José Antonio de Lavalle, eterno defensor del caballo de paso, animal de trabajo y orgullo de su amada Perú, que Chabuca funde en un mismo ser con una especie de galán decidido: “En un berebere criollo / va a lo largo del camino / con jipi japa pañuelo / y poncho blanco de lino”. O detenerse a contemplar la elegante canción que le dedica a su padre: “Es un caminito alegre / con luz de luna o de sol / que he de recorrer cantando / por si te puedo alcanzar”, de la no menos recreada Fina estampa. Por supuesto todas ellas, las cuatro, más ocho canciones de cercano rigor expresivo pueblan Cada canción con su razón, el CD que acompaña la edición de Página/12 de mañana.
Se trata de uno de los últimos registros de Chabuca Granda antes de su muerte. Grabado en la Argentina en 1980 y con la participación de músicos emparentados con su esencia (Alvaro Lagos en guitarra, Pitti Sirio en cajón peruano, el director de orquesta Luis González Cárpena y Caitro Soto en voz), el disco no muestra rastros de la endeble salud que la envolvía entonces. Nada se percibe de ese cáncer de laringe que le descubrieron a los 37 años y que, pese a una intervención quirúrgica positiva en Alemania, le resintió la vida por siempre. Tampoco del padecimiento cardíaco que le descubrieron al tiempo, cuya persistencia le provocó un susto padre en Colombia en 1980, la obligó a operarse en ese mismo país dos años después y finalmente le ocasionó la muerte en marzo de 1983 en el Florida Medical Center de Miami, tras un coma sin retroceso. Nada de ese sufrimiento, probablemente insoportable, se nota en Cada canción.... Al contrario: hay alegría, sentimiento, ganas de vivir, de encender esa luz que se apaga echando mano a zapateados, valses, coplas y zamacuecas, y de contarlo al mundo. Porque Chabuca, como indica el título, no se dedica sólo a grabar un disco más entre los que había hecho hasta entonces, incluidos aquellos junto a Facundo Cabral o Lola Beltrán: Chabuca cree en la necesidad de explicarlos, de extender su pluma fuera de los límites de la canción.
Y así admitirá que en La flor de la canela –el tema que la hizo popular– la estrella no es ella sino Victoria Angulo, “distinguida señora de raza negra, guardiana exquisita de nuestras mejores tradiciones, por quien Lima tendría que alfombrarse para que ella la paseara de nuevo”. Recordará que el zapateado llamado El surco lo hizo para que nadie olvide a Javier Heraud, un joven poeta muerto durante la revolución de Velasco Alvarado en un río de la selva peruana, a quien pinta como la “inmolada paloma solitaria de nuestros días”. O le rendirá pleitesía a través de un landó (Cardo o Ceniza) a quien fuera una de sus musas, al menos durante los últimos jirones de su trayectoria: Violeta Parra, que se pegó un tiro en la sien por despecho. “Era seis años mayor que yo y se enamoró de un quenista suizo de la edad de mi segundo hijo.” Violeta descubre entonces ante el mundo las más hermosas canciones de amor. Luego el mundo le descubre sus otros amores: sus mineros, sus obreros, sus hortelanos, sus ferrocarrileros (...) y se pega un tiro en la sien (por amor). Irreparable”, escribe, con la firme intención, precisamente, de que cada canción tenga su razón.
Pero la razón mayor, la que prima sobre todas, es su compromiso, aunque tardío, para con la cultura afroperuana. Y es algo que por supuesto tampoco soslaya. Chabuca había nacido como María Isabel Granda Larco en septiembre de 1920, el mismo año que Federico Fellini, Mario Benedetti y Miguel Delibes, en un asentamiento minero oculto entre las cumbres andinas de Apurímerac, donde el castellano se habla tanto como el quechua o el ashánika. “He visto la luz muy cerca del sol de los incas, una mañana soleada, entre vetas de oro, amor y sacrificio –dijo alguna vez sobre su cuna–, soy, pues, hermana orgullosa de los cóndores, nací tan alto que solía lavarme la cara con las estrellas.” De todos modos, las primeras canciones de Chabuca enlazan más bien con el deslumbramiento que le produjo la ciudad de Lima, donde se mudó con sus padres cuando tenía tres años. Allí aprendió piano, formó un dúo nexo junto a Pilar Mujica llamado Luz y Sombra, y se largó a componer –también a cantar sin “avergonzarse”– cuando tenía 28 años. De ese devenir nacen La flor de la canela –que difunde el chileno Antonio Prieto en su película Acapulqueña–, Fina estampa, José Antonio y El puente de los suspiros, algunas de ellas odas a la Lima colonial y colorida de los tiempos perdidos. Todas muy descriptivas, pintorescas, pobladas de magnolias, caminitos, casonas francesas o jazmines. Detonadoras de nostalgias y olores.
Pero hubo que esperar un tiempo de maduración para encontrar a la Chabuca que una de sus firmes seguidoras, Susana Baca, definió como una adelantada en su época. Es la que aparece sorprendiendo con temas como Toro mata o Coplas a Fray Martín, que ya no son puramente evocativos sino, a su manera, militantes. La que se transforma en una defensora inclaudicable de la música negra afroperuana, como lo hace saber su pluma en la contratapa de este disco. “Espero que a los alturados oídos argentinos les parezca un disco natural, pues están los personajes de mi pequeña juglaría. Mis inobjetables artistas y el hechizo misterioso de la raza negra del Perú: está todo entre lo que me escondo y entrego. Siento que ayudaré al aire libre de la danza joven; a que descubran los jóvenes una nueva síncopa del cuerpo; a extrovertirse con la pureza del alma de los negros, de los negros de siglos.” Tres años después, Chabuca se iba de este mundo dejando un testamento poético, del mismo tono que intentó al narrar su nacimiento y concretó como extensión de sus cadenciosas canciones: “Debe ser tan dulce morir del corazón; hay muertes tan penosas”.

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