Es sorprendente la manera en que Kevin Costner se empeña en arruinar su carrera. No es que estuviera destinado a ser el nuevo Gary Cooper, como alguna vez se exageró, pero aun así, en manos del primer Lawrence Kasdan (Reencuentro, Silverado,, incluso Wyatt Earp) y hasta en la suyas propias como director (Danza con lobos, Waterworld) alcanzó a forjar una imagen un poco más interesante que esta repetida faceta de dolido galán romántico que sus representantes han elegido para su madurez. Hace un par de años ya hizo de viudo noble y sufrido en una novelón digno de Corín Tellado, titulado Mensaje de amor, y ahora vuelve al mismo papel de hombre inconsolable en este refrito de Ghost que es El misterio de la libélula.
Dirigida por Tom Shadyac –cuyo prontuario delata la perpetración de Ace Ventura, detective de mascotas, el producto que abrió esa caja de Pandora llamada Jim Carrey– Costner es aquí Joe Darrow, un médico que acaba de perder a su esposa y no se resigna a vivir sin ella, quién para colmo estaba embarazada cuando cayó al fondo de un barranco en alguna selva latinoamericana, donde prestaba su ayuda desinteresadamente. Su mujer también era médica, especialista en oncología infantil, y Joe le había prometido visitar a sus pequeños pacientes durante su ausencia (que nadie previó iba a ser tan prolongada). El asunto es que varios de los niños que estuvieron en estado de coma dicen haber visto en el túnel de la muerte a la señora Darrow, intentando transmitir un mensaje urgente a su marido (¿le habría dejado la cena lista en el congelador?).
Que El misterio de la libélula intente proporcionar algún susto con golpes de efecto y voces de ultratumba, vaya y pase. Pero que pretenda ganarse las lágrimas del espectador con chicos moribundos que hablan alegremente del más allá es uno de esos golpes bajos por los cuales el bueno de Kevin ya debe haber perdido su lugar en el paraíso, seguramente.