Sáb 25.05.2002

ESPECTáCULOS

Tres mujeres en un sueño eterno

“Las presidentas” es un vehículo ideal para apreciar el fino sarcasmo del malogrado Werner Schwab, y disfrutar de una tarea excepcional de las actrices.

› Por Hilda Cabrera

Esas tres señoras en una cocina-comedor asombrosamente prolija, como la folklórica vestimenta que lucen, serán protagonistas de un ritual de desintegración de la personalidad y de fantasías incumplidas. Lo propio de estas mujeres, que no demuestran guardarse apego ni simpatía, parecen ser esos desconcertantes diálogos que sorprenden al espectador por su fiera y seca comicidad. En el espacio elegido para la cena, las actrices, de cara al público, miran por TV una misa oficiada por el Papa. Quien asista al Teatro del Nudo será tanto esa multitud, amansada por el canto y la música, como testigo de otra ceremonia, cómica y trágica, pero doméstica.
¿Quiénes son Erna, Mariel y Greta? La primera lleva orgullosa un gorro de piel que dice haber encontrado en la basura. Como es una mujer de principios, cuenta haberlo llevado a la oficina de objetos perdidos. Allí un policía le aconsejó tomarlo como un regalo de la providencia. Es saludable proporcionarse alguna alegría, y la mujer se la merece. Mariel, mientras tanto, agita un incensario. Parece algo tonta y alucinada: acuna un muñeco como un bebé, e insiste en relatar sus experiencias en la destapación de inodoros. Erna se ha dedicado a limpiar hogares ajenos, y Mariel a desmenuzar con sus manos desnudas la mierda de ricos y poderosos, cuyos retretes se obstruyen con llamativa frecuencia. Completa el grupo la fogosa Greta, ex mujer de un oficial nazi que abusó de su propia hija.
La acción transcurre en Austria, país donde en 1958 nació el autor de esta pieza de diálogos acerados e incisiva comicidad. Werner Schwab –cuya madre, ferviente católica, trabajó como sirvienta y fue abandonada por su amante, de ideología nazi y padre de Werner– murió a los 35 años, alcoholizado. En la traslación que el director Iedvabni hace de esta obra (estrenada en Viena en 1990), el “realismo trascendente” desanuda asuntos de orden metafísico sin por ello desviar la atención del espectador de los conflictos domésticos de los personajes. Las mujeres parecen por momentos ayudantes de verdugos. Esta sospecha no es disparatada en sociedades que convalidaron regímenes totalitarios. En años previos a la muerte de Schwab, amplios sectores de la sociedad austríaca reivindicaban el Anschluss –la anexión del país por la Alemania nazi–, donde los austríacos se consideraban soldados de su connacional Hitler. El autor de Las presidentas, y de otras quince obras no estrenadas en la Argentina, se veía seguramente influido en 1990 por ese ambiente social corrosivo.
Erna dispara reflexiones y prejuicios con severidad implacable. Lo que no significa que haya olvidado sus sueños: imaginar una vida en común con el carnicero Karl Wottila –que fabrica salchichas insuperables–, con quien desearía marchar a Roma y presenciar un urbi et orbi en la plaza de San Pedro. Otro deseo es que su hijo Hermann, siempre borracho, acepte algo bueno de esta vida; se case, le dé nietos y deje de burlarse de sus esfuerzos por llevar una “vida ordenada”. Greta se construye a sí misma relatando parte de su biografía. Habla de Hannelore, la hija “descarriada”que se alejó de ella y en nueve años sólo le envió una postal. La mujer se enciende al expresar el placer que le proporcionaría ser la amante de algún joven rubio y alto, y poseer una granja. En ese microclima, en el que no existen límites entre realidad y fantasía, la locura y la inocencia de Mariel obran como freno a las ambiciones de las otras. Ella insiste en que introducir las manos en la inmundicia es un acto de purificación.
El afinado sarcasmo de Schwab no deja títere con cabeza ni da tregua a estos personajes, que en su simpleza pretenden ser algo más. A Greta le cuesta admitir lo que ella misma relata. Lo mismo sucede con Erna, cuando asegura que “nadie era nazi en nuestro país, sólo un grupito”. Greta se queja amargamente de su hija porque “actúa como si no tuviera educación”. La hipocresía es, en la visión del autor, un mal endémico en la sociedad austríaca.
Con tantos elementos en juego, la acción toma caminos insospechados. Iedvabni conduce con sensibilidad a las excelentes Graciela Araujo, Thelma Biral y María Rosa Fugazot. Se las ve sólidas y expresivas en el manejo que hacen de la voz y del cuerpo, asesoradas en esta técnica por Silvia Vladimivsky, a cargo de la coreografía. Como en todo ritual, existe un espacio que es sacrificio y alimento. Lo ocupa una mesa engalanada para una cena, tan especial como estas mujeres después de sus catarsis y de sus fantasías internalizadas como reales. Esos partos mentales son los que les proporcionaron mayor firmeza. Erna es entonces una mujer de negocios casada con el salchichero, y Greta se comporta como una futura granjera. Esto significa que tendrán que estar muy vigilantes y protegerse de la envidia.. En este ritual, la paz ha dejado de ser “el sentido de la vida, y la vida, el sentido de la Humanidad”.

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