Lun 01.07.2002

ESPECTáCULOS

“El jazz pretende lo mejor del mundo clásico y del mundo pop”

Brad Mehldau, uno de los músicos populares más importantes del momento, vuelve a Buenos Aires pero esta vez en serio: con su trío.

› Por Diego Fischerman

Que un pianista de jazz elija numerar el cuerpo central de su obra como sucesivos volúmenes de una nomenclatura única, The Art of the Trio, puede leerse como una declaración de principios. Que no dude en incluir en su repertorio canciones como “Blackbird” de los Beatles o “Exit Music (for a Film)”, de Radiohead, también. Pero, en todo caso, lo que caracteriza a Brad Mehldau, más allá de su obcecada recurrencia al modelo que Bill Evans articuló para siempre como la célula básica del jazz, es el haber aportado uno de los pocos estilos nuevos en su instrumento y en el género. La mano izquierda deleitada más en el contrapunto que en los acordes, un énfasis en los aspectos melódicos del desarrollo y una red de confluencias en las que se entretejen Earl Hines, Erroll Garner, Evans, Keith Jarrett –por supuesto–, Maurice Ravel –como en todo el jazz posterior a los ‘40– y los románticos alemanes dibujan un mapa que lo coloca, sin duda, como una de las figuras relevantes del momento.
Hace dos años llegó por primera vez a Buenos Aires para dar un extraño concierto en el que acompañó a su esposa, la simpática pero musicalmente impresentable Fleurine. Ahora, el domingo 14 a las 21, en el Salón Libertador del Hotel Sheraton y casi como un acto de resistencia de la organización Oliverio en el medio de la crisis, Mehldau volverá pero, esta vez, con el declarado núcleo duro de su arte, el trío que conforma junto al excelente contrabajista Larry Grenadier y el baterista Jorge Rossy.
En 1959, un joven Bill Evans reemplazó a Lenny Tristano en una serie de actuaciones en el Half Note de Nueva York, junto a los saxofonistas Lee Konitz y Warne Marsh, el contrabajista Jimmy Garrison y el baterista Paul Motian. La grabación de esos conciertos, editada bajo el nombre de Konitz como líder (Lee Konitz. Live at the Half Note), se convirtió en uno de los mejores discos de la historia del jazz. En 1997, la historia se repitió. Un pianista de carrera incipiente (dos CDs propios editados, Introducing Brad Mehldau y el primer volumen de The Art of the Trio; una buena reputación como acompañante, entre otros del saxofonista Joshua Redman) volvió a reemplazar a un genial fundador de estilos. Esta vez era Paul Bley el que faltaba en el grupo de Konitz y Mehldau llegó a este otro trío (el miembro restante era el contrabajista Charlie Haden) para actuar en diciembre, en el Jazz Bakery de Los Angeles, y para dar lugar, de nuevo, a grabaciones extraordinarias. Alone Together y Another Shade of Blue recogen esos registros y están entre los mejores discos de jazz de los últimos quince años.
Tal vez por la cercanía estética de Mehldau con Konitz, quizá por el hecho de ser blanco o de cultivar cierta introspección, las referencias a Tristano, Evans y Bley son inevitables. Tanto, por lo menos, como su afán por diferenciarse. “Cuando se me relaciona con ellos (especialmente con Bley y Tristano, a quienes nunca escuché siquiera) no se está hablando de música sino de clichés raciales: esa idea del intelectualismo introspectivo y excesivamente emocional de los tríos de jazz, liderados por supuesto por blancos sensibles. Es frustrante recibir etiquetas cuando uno está tratando de crear algo personal. Pero es parte de esa mitificación que viene del culto a la personalidad del pop: la manera en que un músico mueve la cabeza o su experiencia con ciertas sustancias químicas no son apreciaciones musicales, ni permiten abrir juicio. Lo que importa es lo que hacen con la melodía, la armonía y el ritmo”, dice Mehldau permitiéndose, incluso, cierto malhumor.
El otro aspecto con el que el pianista suele enojarse es el apresuramiento con que el mercado dilapida el término “genio”. Y es que si hay alguien dispuesto a demitificar a Brad Mehldau ese parece ser el propio Brad Mehldau: “Hubo grandes músicos en la historia del jazz y hay grandes músicos en la actualidad. Muchos de ellos han logrado lenguajes personales, diferenciados, interesantes. ¿Qué es, en ese contexto, ser ungenio del piano? ¿Tocar bien? ¿Tocar muy bien? ¿Tocar de una manera que los otros identifiquen como única? ¿Chet Baker, que no tocaba tan bien como otros y que no inventó nada, era un genio o no? Lo que importa no es ser o no un genio sino estar en el lugar en el que hay que estar y tener las cualidades para ocupar ese sitio”.
Entre esas cualidades, en el caso de Mehldau, está la de ser el más clásico entre los pianistas de jazz y el pianista clásico con más swing y empuje jazzísticos. El saxofonista Joshua Redman, que lo conoce bastante, dice casi lo mismo: “Hay muchos buenos pianistas de la escuela impresionista, pero ninguno tiene el groove de Brad. La música que toca Brad es abstracta e introspectiva. Pero muchas veces no se le reconoce lo increíblemente conmovedora y concreta que es, a la vez. Y la vitalidad rítmica. Tiene tanto de Oscar Peterson como de Jarrett y Evans, sabe un montón de la tradición del swing”. El pianista sostiene, por su parte, que “el atractivo del jazz es que pretende lo mejor de ambos mundos, el clásico y el pop, y briosamente aspira a superar las limitaciones de ambos. Toma de los clásicos el propósito de enriquecer a los oyentes a través del rigor de su estructura y la integridad de su forma. Y toma del pop esa autoimpuesta rapidez creativa que se manifiesta en la improvisación”.
Mehldau, entonces, es único. Y, lo más importante, tiene un estilo absolutamente identificable, en un momento del género en que todos suenan excesivamente parecidos, entre sí y a sus modelos. En ese sentido, su mayor mérito no es tocar magníficamente el piano (que lo hace) sino sonar distinto. Dicho de otra manera, es el primer pianista de jazz posjarrettiano. El único capaz de partir de esa tradición y construir sobre ella sin quedar prisionero de sus manierismos. Pero entre las cosas que Mehldau discute también está eso que Redman llama “escuela impresionista”. Sus influencias más obvias, dice, son McCoy Tyner y Herbie Hancock. “Lo que sucede es que la prensa sólo hace foco en una faceta de mi manera de tocar y dicen: `Bill Evans’. Creo que en mis años de formación no escuchaba tanto a Evans precisamente a causa de esa reverencia fetichista que despertaba y aún despierta. Me opongo a ese culto a la personalidad. Y me opongo a los análisis simplistas. Cada vez que un pianista de jazz investiga líneas melódicas por el lado de los clásicos, se le ve influencia de Evans. Bueno, en mi caso no fue ni Evans ni los impresionistas sino los románticos alemanes: Brahms y Schumann.”

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