Jue 04.07.2002

ESPECTáCULOS  › “EPISODIO 2: LA GUERRA DE LOS CLONES”, DE GEORGE LUCAS

Partes de la religión (de Hollywood)

El nuevo capítulo de “La guerra de las galaxias” intenta volver a los tiempos de las primeras entregas, cuando la aventura todavía parecía posible, pero sólo los fieles encontrarán el brío místico de “la Fuerza”.

› Por Luciano Monteagudo

Ya se sabe. Es una cuestión de fe. Están los creyentes y los agnósticos, los fieles y los apóstatas. Aquellos que confían ciegamente en que con cada nueva entrega de la saga de La guerra de las galaxias “la Fuerza” los acompañará y quienes no alcanzan a comprender siquiera de qué credo se trata. Como toda religión, Star Wars descansa en el poder omnímodo de su dogma y en la devoción fanática de sus feligreses, que colman los templos oscuros, narcotizados por el incienso dulzón del popcorn, para rendirse al mismo, repetido rezo de siempre, aquel que comienza diciendo: “Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana...” Luego recitarán en voz baja los extraños nombres de sus sacerdotes predilectos –Yoda, Obi-Wan Kenobi, Jar-Jar Binks– y susurrarán, como un exorcismo, los de aquellos que militan en el lado oscuro de la Fuerza –Darth Vader, Darth Maul, Count Dooku... El creador del culto, George Lucas, ha dado en llamar a su iglesia “Industrial, Light & Magic”. Al fin y al cabo, no tiene nada que ocultar. Se trata, claro, de luz y de magia. Pero de una luz y una magia industriales, fabricadas en cadena, producidas para el consumo masivo e indiscriminado de sus seguidores.
Increíblemente fieles, por cierto. Dos temporadas atrás, el Hacedor decidió reavivar el fuego sagrado de la saga iniciada en 1977 con el Episodio 1: La amenaza fantasma, donde desarrollaba el mito de origen de Star Wars, el primer comienzo, el principio del mundo según Lucas. Ahora bien, esa épica fundacional, que venía a poner las estructuras básicas de toda la serie, los cimientos sobre los cuales se erigía toda su genealogía, revelaba a La guerra de las galaxias como lo que finalmente es... una vulgar contienda por franquicias comerciales, un vil conflicto de intereses económicos, en el que los caballeros Jedi vienen a ser algo así como encargados de negocios, pero con un sable láser al cinto.
Aquí en el Episodio 2: El ataque de los clones ese enfrentamiento por el mercado intergalático está lejos de concluir y la Federación de Comercio está a punto de provocar una guerra de secesión en la República Galáctica, “con varios miles de sistemas solares” queriendo sacar su tajada. La única capaz de impedirlo parece la joven princesa Padmé Amidala (Natalie Portman), que no teme hacer escuchar su voz pacificadora en el Senado. Pero no faltan quienes quieren acallarla, a toda costa. Para custodiarla y librarla de todo mal, entran en acción Obi-Wan Kenobi (Ewan McGregor) y su impetuoso discípulo Anakin Skywalker (Hayden Christensen), en quien el venerable Yoda ya había visto en el Episodio 1 los rasgos del ulterior Darth Vader, un villano cuya fuerza maligna al fin y al cabo no sería sino puro despecho.
Pero eso es historia pasada, o futura; nunca se sabe bien en esta desmelenada saga que comenzó por el final y luego siguió por el principio. Lo que importa aquí, en todo caso, es que a diferencia de La amenaza fantasma, en El ataque de los clones hay un intento por parte de Lucas de retomar un poco el espíritu de las primeras entregas, cuando la aventuratodavía parecía posible. El gigantismo, el enorme peso de la producción, la naturaleza virtual de casi toda la película –resuelta menos en estudios que en un ejército de computadoras– sigue siendo un problema, por la frialdad y la falta vida y espontaneidad de muchas escenas. Pero en otras los Jedi han dejado, por un rato al menos, sus poltronas (que parecían el campo de batalla predilecto en el Episodio 1) y, como guerreros que se supone que son, se atreven a dar pelea. Eso, claro, cuando Anakin no está cortejando a Amidala, en unos interludios románticos que no tienen nada que envidiarle a la estética de otra saga inmensamente popular, aunque apenas local: la de Chiquititas.
Los buscadores de citas, en todo caso, estarán de parabienes, en un producto que ha hecho de la hibridación de géneros –el heroísmo de los films bélicos, la búsqueda de nuevas fronteras del western– su principal mecanismo narrativo. El racismo larvado que anida en toda la saga –y particularmente en La amenaza fantasma– puede detectarse aquí, por ejemplo, en la vampirización que hace Lucas del tema de la cautiva de Más corazón que odio (1956) de John Ford, pero es más evidente aún en la manera en que el diseño de producción viste a los “refugiados” (que parecen afganos) y en el aspecto de terrorista islámico que le da al mercenario Jango Fett. Al fin y al cabo, toda Star Wars puede leerse, por qué no, como una cruzada, en la que el primer motor o –como dirían los millones de fans de la serie en todo el mundo– “la Fuerza” es lisa y llanamente el dinero.

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