ESPECTáCULOS
El conflicto generacional, en un contexto de fraude
El montaje de “Relojero”, obra de Armando Discépolo escrita en 1934, recuerda también hoy, a través de la fragilidad crónica de un grupo familiar, la eterna incertidumbre que genera el futuro.
› Por Hilda Cabrera
La alegría de entender a los hijos no es patrimonio de Daniel, cuyo oficio es arreglar relojes. Como su hermano Bautista, a quien aventaja en inteligencia, querría avanzar socialmente, pero no sabe cómo. En realidad, él podría seguir así, atado a sus rutinas. Son sus hijos los que le reprochan “vivir oscuramente”. Daniel no se atreve a escarbar en su entorno. Le basta con saber que se es decente o se cae en la impostura. A diferencia de su hermano, torpe y signado por sus limitaciones, él podría aspirar a otra cosa, a salir del montón de los mediocres. Uno de sus hijos lo ilustra con una frase: “Mejor es tener un día de león que cien de cordero”. Pero este padre que percibe la tristeza y la ironía de sus vástagos no admite la rebeldía de éstos ni los cambios que se vienen operando en la sociedad. Quizá por eso no halla respuestas a las periódicas borracheras del mayor (Andrés), su ayudante de trabajo, ni a los desplantes de Lito, ese “pichón de médico” presumiblemente dispuesto a alinearse con “los que votan por lo que da más”. También por aferrarse a conceptos en decadencia, lo sorprende el valor que demuestra la callada y evanescente Nené, a quien su entorno social no perdona el arrebato amoroso. En todo caso, lo peculiar en esta historia de confrontación generacional es el papel asignado a la madre, secundario y de extrema ingenuidad. Porque esta mujer miedosa que tan fácilmente se enternece no intenta siquiera modificar el curso de una historia que se intuye trágica. En este contrapunto entre la autoridad paterna y el deseo de libertad de los hijos, lo llamativo es la fragilidad crónica del grupo familiar. Uno de los primeros en manifestarla es el abrumado Andrés, que interpreta Pablo Machado, quien logra transmitir a la platea la angustia y el resquemor de quien no ha aprendido a defenderse. El mismo se ubica entre los perdedores, personajes que por otra parte abundan en las obras de Armando Discépolo, quien nació y murió en Buenos Aires (1887-1971), escribió gran cantidad de piezas para teatro, algunas en colaboración, dedicándose luego (a mediados de la década del 30) de modo intensivo a la traducción y adaptación de obras de importantes autores extranjeros y sobre todo a la dirección teatral (condujo la Comedia Nacional).
Los temas que el espectador descubrirá en este nuevo y cuidado montaje de Relojero, dirigido por Jorge Graciosi, son en gran parte los que se tratan en Mateo (1923) y El organito (1925), ésta en colaboración con su hermano Enrique Santos; Babilonia (1925), Stéfano (1928) y, entre otras obras, en Amanda y Eduardo (1931) y Cremona (1932). Relojero fue escrita en 1934, en tiempos del fraude, que signó a la década iniciada con el golpe militar del 30. El general Agustín Pedro Justo conducía en 1934 un régimen de rasgos entre conservadores y fascistas, e impulsaba un crecimiento industrial que produjo importantes migraciones internas.
Respecto de la obra, la rebeldía de los hijos de Daniel parece no tener base firme. Desear lo que no se tiene no es visto aquí como un ansia de conquista sino como asunto de ladrones. Así lo cree Andrés, tildado de envidioso por un padre que no se priva de calificar de ciega a su propia esposa cuando ésta niega el conflicto. Aunque más lúcido que su mujer, huye de cualquier reflexión sobre sí mismo. Se aferra a su oficio con la vana ilusión de que todo, en ese espacio cerrado y determinante en el que se convierte la casa, vuelva a la normalidad. Es así como reprime sus sospechas sobre la abismal decepción que sufre Nené, la hija a la que, perdido el amor, el mundo se le ha vuelto fatalmente insípido. En esta obra nadie se salva de ser finalmente lo que no quiso ser. El conflicto no se desata sólo por el mayor o menor respeto que los jóvenes tributen a los mayores. Daniel llega incluso a entender esto: “Nosotros respetamos a nuestros mayores mintiéndoles; ustedes, diciéndoles la verdad.” Lo difícil es aceptarlo sin amargura.
Los problemas exceden el cuadro familiar que pinta Relojero, obra con la que probablemente se identificaba el público de la época, una mezcla de estratos populares y otros de la naciente clase media, que disfrutaba del sainete y el grotesco criollo. Eran probablemente tiempos de ceguera pero también de cambios que exigían ser enfrentados con audacia. El temor del padre, que a veces coincide con el del hijo mayor en eso de que “mejorar es encanallarse”, se conecta con el de la madre (papel a cargo de Elena Petraglia), a quien Daniel le echa el fardo de su propia derrota: “Por tus miedos –le dice– tus hijos van a perder sus batallas.”
Interpretada con fina sensibilidad por un elenco en el que se destaca Miguel Moyano, y, en algunos contrapuntos, Tito Haas, por su estereotipado y sainetero Bautista, Relojero despierta hoy nuevas reflexiones. Originalmente fue estrenada por la compañía de Luis Arata el mismo año de su escritura y en el desaparecido Teatro San Martín de Esmeralda 247, una vieja sala reconstruida tras un incendio (en 1892), luego expropiada (en 1945) y finalmente demolida en 1954. Si bien el entorno social era muy diferente al de estos días, hoy se impone un temor semejante al que evidencian padres e hijos sobre el futuro. Cuando la incertidumbre golpea a Daniel, también él se evade, fantaseando, por ejemplo, con que sería lindo ser loco o desconocer a los hijos crecidos, como sucede con los animales. Pero esos instantes no son más que chisporroteos. Son una rara mezcla de amargura y deseo de libertad, de emociones contradictorias en las que se entrecruzan categorías tales como la vida y la muerte, la sombra y la luz, que aquí, según uno de los hermanos, toma cuerpo en Nené, la hija que nació para iluminar la existencia de otros.