ESPECTáCULOS
› FILM & ARTS ESTRENA UN ESPECIAL SOBRE RAYMOND CARVER
El ocaso del sueño americano
“Hicimos historia, nena, lo demás no importa”, le dijo el escritor a su segunda esposa, poco antes de morir. Carver había soñado con la fama.
› Por Verónica Abdala
Si un pintor tuviese que trasladar a un lienzo el espíritu de los relatos de Raymond Carver (1939-1988), seguramente se inclinaría por el gris y sus infinitos matices. La sordidez de la vida cotidiana de una clase a la que conocía bien de cerca –la de los blancos pobres de Estados Unidos–, y la denuncia indirecta del revés del viejo sueño americano, están en el núcleo de cada uno de sus relatos. Sus personajes son hombres y mujeres que indefectiblemente podrían ser definidos como perdedores: seres anónimos aplastados por el aburrimiento, borrachines y marginales de poca monta, amas de casa resignadas a una vida rutinaria, que sin embargo esperan algo capaz de salvarlos de la chatura de sus destinos.
Antes de lanzarse a escribir profesionalmente, Carver se vio obligado a ganarse la vida en los empleos más variados y menos estimulantes. Trabajó en un aserradero, fue repartidor de medicamentos de una insignificante farmacia de Oregon, vendedor de enciclopedias, sereno de un hospital y empleado de limpieza. A los 30 años cargaba con la responsabilidad de mantener el hogar que compartía con su primera esposa, Maryann, y sus dos hijos. Mientras, se torturaba buscando un rato libre para escribir y se llenaba el estómago con litros de alcohol desde la primera hora del día.
De algún modo, el autor de ¿Quieres hacer el favor de callarte?, Catedral, De qué hablamos cuando hablamos de amor y Tres rosas amarillas, supo desde un principio que ni proponiéndoselo hubiese podido distanciarse del que, en definitiva, era su hábitat natural. De modo que se propuso traducir esas historias al idioma de los libros.
“Cómo podría haber escrito algo separado de esa realidad”, dirá el escritor en el marco del documental que la señal Film & Arts emitirá el próximo lunes 29 a las 21 en el marco del ciclo Grandes Escritores, para el que fueron entrevistados su segunda esposa, la poeta Tess Gallagher, su hijo varón y otros familiares, además de algunos amigos. “Las vidas de los que me rodeaban y la mía propia me impresionaban profundamente. Porque teníamos algo en común: estábamos al margen de casi todo lo bueno. Eramos personas acostumbradas a que nos faltara el fondo de las cosas.”
La intuición de que sólo se puede escribir a partir de la observación de lo conocido parece haber guiado sus pasos desde que era un joven padre angustiado, y hasta que tuvo conciencia de que se había convertido en un referente de su generación, y en el mejor exponente del dirty realism a fuerza de buenas historias y la crudeza de su estilo minimalista, directo, terrible. Que a muchos recuerda, por su aparente simplicidad y por su precisión, al de Ernest Hemingway.
Por lo que cuentan quienes lo conocieron, en ninguna de las instancias de ese recorrido dudó de que terminaría pisando fuerte en la historia de la literatura de su país, pese a que los obstáculos con los que se topó fueron muchos más de los previstos. “El nos decía que algún día sería un escritor famoso”, cuenta uno de sus compañeros de secundario, en el programa. “Nosotros lo mirábamos como a un loco y nos matábamos de risa.”
A los años más oscuros –en que además sus escritos eran sistemáticamente rechazados por las editoriales–, les sucederían otros que vinieron acompañados por el reconocimiento de colegas y lectores, y una serie de becas económicas que se tradujeron en una vida más holgada. La fama tardía a la que accedió a partir de 1976 –año en que se publicaron los relatos de Puedes hacer el favor...– le permitió a su vez reunir las fuerzas necesarias para abandonar el alcohol. A su viuda la consuela saber que, antes de morir, llegó a disfrutar de aquellos buenos tiempos, y tuvo conciencia de que había conseguido su propósito. A él también eso lo consolaba. De hecho se lo dijo a Gallagher, acorralado por el diagnóstico de un cáncer terminal. Le dijo: “Qué más da, nena. Hicimos historia, lo demás no importa nada”.