Dom 21.07.2002

ESPECTáCULOS  › LOS PIOJOS SACUDIERON EL LUNA PARK CON SU RITUAL ROCKER

Un estallido que vino para quedarse

El grupo insignia del rock barrial va camino a quebrar su record de convocatoria: más de 40.000 personas en cuatro shows a pleno.

› Por Pablo Plotkin

El arribo de Los Piojos al Luna Park, además de confirmar un ascenso popular que se presume irrefrenable, puso en escena un formato de show que los aleja de la estética despojada de otros tiempos. Asumido sin complejos como cabeza de serie del mundo del espectáculo argentino, el grupo pareció adecuarse a la pompa del lugar y le agregó golpes visuales a la épica sonora de siempre. Pero queda claro que, más allá de cuestiones de decorado, lo que alimenta esta crecida de la banda son las canciones, el magnetismo de su cantante –Andrés Ciro Martínez– y una especie de orgullo festivo indeclinable. Más que nunca, el “ritual” de Los Piojos es mucho más hormonal que político, más celebratorio que contestatario.
El dato es que en esta rueda de shows (que se completará esta noche y el martes), Los Piojos pueden volver a romper su marca de convocatoria. El record data del último noviembre, cuando llevaron 35 mil personas a Huracán. Recientes presentaciones masivas en Córdoba y Tucumán corroboran que el límite del fenómeno está más allá de la General Paz. Y las caras lampiñas que se vieron este fin de semana hacen pensar que Los Piojos crecen, también, como producto de consumo preadolescente. En medio de una situación-bola de nieve, la banda se hace perfectamente cargo de su rol. “Y uno es todos y todos somos uno”, repetía Andrés en la oscuridad, al comienzo, y el mantra/slogan se esparcía por todo el estadio. Salieron Los Piojos, se agitaron las banderas y unas chicas en ropa interior empezaron a jugar con fuego en las escalinatas del segundo nivel del escenario. La banda tocó “María y José”, una fábula bíblico-suburbana incluida en Verde paisaje del infierno, y todo el mundo se puso a saltar.
De ahí hasta el final, Los Piojos renovaron las costumbres que sostienen el romance con su público. La energía de la primera parte del show es, quizá, la más estremecedora. Los seguidores esperan los guiños de la banda y reaccionan en consecuencia. Es el tipo de emoción que le provoca a un chico escuchar una y otra vez el mismo cuento antes de dormir. Y, en ese contexto, uno de los momentos más preciados es el de “Maradó”. Andrés Ciro cuelga al micrófono un botín Puma, las cámaras lo proyectan en las dos pantallas gigantes y el público empieza a corear el nombre de Diego. En “Tan solo”, un notable blues arrabalero del primer disco (Chac tu chac), Ciro cede el protagonismo vocal a la multitud. Esa serie de códigos tácitos hace que el público, con razón, se sienta tan responsable del espectáculo como el artista. En eso se basa el éxito de lo que en algún momento se dio en llamar rock barrial y que hoy es, apenas, una marca.
Cuando entran en juego la sección de vientos y demás músicos invitados, Los Piojos adquieren cierto carácter de big band. La espectacularidad del cuadro se completa con ese grupo de bailarinas. Pero los tiempos de murga e hipercandombe parecen haber quedado atrás, o al menos relegados a segundo plano. Desde el despido del baterista Daniel Buira, Los Piojos son, esencialmente, una banda de rock de guitarras. Con un cantante que se adueña del escenario, con distintas caras: Andrés el bluesman, Andrés el histriónico, Andrés el rolinga, Andrés el romántico. Sobre él, uno de los grandes performers del rock argentino de la última década, descansa buena parte del peso del show. Aquello de “uno es todos y todos somos uno” es, en este caso, sólo una verdad a medias.

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