Jue 25.07.2002

ESPECTáCULOS  › “EL ULTIMODIA” O LA TIERRA DE NADIE ENTRE BOSNIA Y SERBIA

Teatro del absurdo, en una trinchera

La ganadora del Oscar 2002 a la mejor película extranjera, dejando atrás al film argentino “El hijo de la novia”, elige el camino del humor negro para reflejar una guerra que nadie parece saber cómo empezó y que hoy, diez años después, tampoco da la impresión de haber terminado realmente.

› Por Luciano Monteagudo

¿Cómo dar cuenta de una guerra tan confusa, tan salvaje, tan necia como la de los Balcanes sin caer en sermones o explicaciones simplistas? ¿De qué manera puede expresar el cine de ficción un conflicto tan extenso y tan complejo? En Underground, Emir Kusturica se sumergió en las catacumbas de la historia para dar su visión metafórica, alucinada de ese enfrentamiento fratricida. En Antes de la lluvia, Milcho Manchevski hizo que la sorprendente estructura circular de su relato hablara de los círculos viciosos de la muerte y la violencia en la región. Y ahora, en El último día, el cineasta bosnio Danis Tanovic (ver aparte) elige el camino del humor negro y del absurdo para reflejar su propia experiencia de una guerra que nadie parece saber bien cómo empezó y que hoy, diez años después, tampoco da la impresión de haber terminado realmente.
El recurso de Tanovic es antes dramático que cinematográfico, por lo que el premio al mejor guión obtenido en el Festival de Cannes 2001 parece particularmente pertinente. Dos soldados, uno bosnio y otro serbio, quedan a merced uno del otro en una trinchera abandonada, a medio camino entre ambos bandos, en esa tierra de nadie a la que se refiere el elocuente título original del film. Ciki y Nino hablan el mismo idioma, fuman los mismos cigarrillos y hasta recuerdan a la misma mujer, pero por algún motivo que ni siquiera ellos mismos intentan comprender, son enemigos jurados, irreconciliables. Se celan, discuten, pelean cuerpo a cuerpo incluso y la razón la tiene únicamente aquel que logra quedarse circunstancialmente con un arma.
A ese nudo dramático inicial, que tiene una raíz en el teatro del absurdo, Tanovic le va sumando distintos elementos, que abren el conflicto hacia zonas mayores. Un soldado bosnio que parecía muerto despierta de su estado de inconciencia y descubre que los serbios han puesto bajo su cuerpo una mina antipersonal. Cualquier movimiento no sólo lo haría volar en pedazos a él sino también a su viejo amigo Ciki, que ya bastante tiene con cuidarse de Nino. Es allí cuando entran en acción –es un decir– las fuerzas de las Naciones Unidas acantonadas en el lugar, como meros observadores. Una tanqueta blanca de la UN (“los pitufos”, como los llaman por allí) logra atravesar no sin dificultades los controles de bosnios y serbios y llega a esa trinchera que resume en sí misma toda una guerra, para descubrir que todo principio de solución es imposible. Empezando por los propios mandos europeos, que lo único que pretenden es desentenderse de la situación, pero no sin antes dar una buena imagen de sí mismos.
La sutileza no es precisamente uno de los méritos del director Tanovic, que se cuida bien de no hacer valer su condición de bosnio y que retrata de manera equivalente a sus dos figuras centrales, pero que hace de los demás personajes pinturas un tanto estereotipadas. Es el caso, por ejemplo, del oficial inglés (Simon Callow), que debe coordinar los esfuerzos inútiles de soldados franceses y de un experto alemán en explosivos, pero que está más preocupado por las sinuosas piernas de su secretaria que por el bosnio a punto de morir. En ese terreno de la más pura farsa cae también el periodismo, que quizás tenga las mejores intenciones –como es el caso de una cronista de una cadena de noticias (Katrin Cartlidge)– pero que en su ciega ambición por la primicia puedeconvertirse inadvertidamente en una herramienta al servicio del ocultamiento y la mentira.
A falta de un pincel más fino, Tanovic tiene para aportar en cambio una transparencia y una eficacia narrativa infrecuentes en un primer largometraje. Al director hay que agradecerle también su absoluta falta de sentimentalismo, lo que hace de No Man’s Land un film crudo, mordaz, que se permite un final que habla a las claras de cómo la región sigue hoy, como hace una década, a punto de estallar.

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