Mié 31.07.2002

ESPECTáCULOS  › “EL RUISEÑOR”, NOTABLE ESPECTÁCULO DE TÍTERES

Las leyes de la naturaleza

La puesta de Eva Halac se nutre de bellísimas imágenes, sin descuidar la importancia del texto, basado en un clásico de H.C. Andersen.

› Por Silvina Friera

En los últimos años, la mayoría de los espectáculos infantiles alternativos se enfrentaron con los exiguos límites de la experimentación que propiciaban sus creadores. Paradójicamente, por la necesidad de diferenciarse de las obras fabricadas a gusto de los consumidores .-en rigor, niños subestimados hasta el hartazgo–, se cometió el pecado inverso: tratar a los chicos como adultos, y saturarlos con propuestas pretenciosas y ajenas a sus códigos. La titiritera Eva Halac, que incursiona por primera vez en el imaginario de los niños, logra demoler estas contradicciones a partir de un clásico de la literatura infantil: El ruiseñor, de Hans Christian Andersen (1805–1875), recientemente estrenado en el teatro Del Nudo. Un monarca poderoso que ignora la existencia de esta clase de pájaros, elogiado por la singularidad de su canto, quiere conocerlo y ofrece una recompensa al que consiga atraparlo. En un relato ambientado en la China Imperial, el sumiso mayordomo Ching Sung, tentado por sus propias ambiciones e intrigas, lleva al ruiseñor hasta el palacio real. El emperador, subyugado por el canto de esa criatura pequeña y frágil, decide privarlo de su libertad, encerrándolo en una jaula.
La puesta no deja librado al azar ninguno de los detalles estéticos que la historia requiere. El error, inherente a la condición humana, resulta uno de los gratificantes hallazgos que Halac explora en su reelectura del clásico de Andersen, sin inmiscuirse en el pantanoso terreno de las consecuencias morales implícitas en esta concepción. El emperador, consternado frente a la fuga del ruiseñor, considera que un simple artefacto, un pájaro mecánico que funciona a cuerda, puede reemplazar al trofeo perdido. Aunque simula cantar mejor, no se agota y está siempre dispuesto a saciar las demandas de su dueño, la máquina jamás podrá reemplazar a los seres vivos, en este caso, al pájaro. El monarca, convencido de que su voluntad mueve los hilos del destino de sus súbditos y de todas las cosas, percibe el infortunio de su equivocación cuando el aparato se rompe y deja de funcionar. La melancolía por la ausencia de su “juguete preferido” lo convierte en un ser vulnerable y enfermizo.
Así, la metáfora de la supuesta perfectibilidad de la máquina se quiebra frente al valor perdurable de la naturaleza. El elenco, integrado por la propia Halac, Valeria Kleinbort, y Claudio Rodrigo, subraya esta debilidad con un riguroso manejo de los muñecos, manipulados por la técnica del guiñol (los titiriteros no están a la vista de los espectadores), frecuentada en otros espectáculos de Halac, como La invención de Morel, Sonata de otoño y La pintura, entre otros, destinados a los adultos.
Recluido en su palacio, la vida del emperador se va eclipsando lentamente. El único que puede torcer su desdicha y curarlo es el pequeño ruiseñor. El retablo, diseñado como si fuese una obra de arte del renacimiento, y la cautivante escenografía, en la que predomina la suntuosidad del palacio real y los misterios del bosque donde vive el ruiseñor, sumergen a los chicos en un una cultura fascinante, la Chinaexótica y romántica que concibe Andersen, donde habitan todas las imágenes de la infancia de la humanidad. La articulación espacial en dos planos, uno delimitado estrictamente por las acciones de los personajes (los títeres), el otro, por un narrador (interpretado por Rodrigo), simplifica la trama del cuento. Entonces, el narrador, que representa al escritor, funciona como una bisagra entre el tiempo real del relato, que transcurre en 1835, y el presente escénico.
En cambio, para traducir la impresión que despierta el canto del pájaro, Halac recurre a la voz de Griselda Oviedo, también encargada de tocar la guitarra en vivo (“Serenata” y “Vals”, de Franz Schubert y música china, original de Oviedo). Esta decisión, que pretende descartar el camino simplista de apelar a los efectos artificiales producidos por una máquina, requiere de ciertos ajustes porque los susurros de Oviedo no adquieren la potencia sonora indispensable para que los chicos decodifiquen el impacto que genera esa diminuta criatura de la naturaleza. La preocupación por la armonía y belleza de la puesta –utilizar la máquina para recrear el canto del pájaro introduciría indudablemente una grieta estética insostenible– convierten a este trabajo en una muestra acabada de un teatro que se nutre de las imágenes, sin descuidar la importancia de las palabras.

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