Jue 01.08.2002

ESPECTáCULOS  › “LA FANCIULLA DEL WEST” EN EL TEATRO COLON

Romance de muchacha y forastero

Esta obra de Puccini, con el Oeste de la fiebre del oro como telón de fondo, sube a escena en una puesta visualmente impactante, en la que resultan esenciales la iluminación y el vestuario.

› Por Diego Fischerman

Con algunas ideas excelentes y teniendo como aliados un gran trabajo del iluminador Roberto Traferri y un vestuario detallista al extremo, de Luciana Gutman, el régisseur Marcelo Lombardero, en el estreno de la nueva versión de La fanciulla del West de Giacomo Puccini, presentó un muy buen espectáculo, en particular en los cuidadísimos aspectos visuales. Ya desde el comienzo, cuando a la Obertura se sobreimprimen los títulos, proyectados sobre una pantalla del tamaño de la boca del escenario –como si se tratara de una película del Oeste–, fueron notables los recursos puestos en juego para dar vida a una de las óperas de Puccini con libreto más anodino y menos logrado desde el punto de vista teatral.
Escrita en 1910, después de la santísima trinidad conformada por La Bohème (1896), Tosca (1900) y Madama Butterfly (1904), aquí Puccini descansó de la truculencia que tan buenos resultados dramáticos le había dado y se decidió por un final feliz que coloca a La fanciulla del West, junto a La clemenza di Titto de Mozart, como una de las escasas óperas serias en las que no muere ningún protagonista. El detalle no es menor en tanto plantea una clase distinta de conflicto. En este caso, el personaje de Minnie, la única mujer del pueblo que aparece en escena y una suerte de hermana protectora (y sexualmente tabú) de los buscadores de oro que se reúnen en su saloon, se enamora por primera vez, como no podía ser de otra manera, del forastero. Pero este hombre, el único capaz de romper con la endogamia, no es otro que el buscadísimo delincuente Ramírez. “Viví en la ignorancia hasta hace pocos meses, en que murió mi padre”, confiesa Johnson/Ramírez a su amada. “Y recibí, como única herencia, una cuadrilla de salteadores.” El héroe está arrepentido y busca la redención en una nueva vida pero los únicos capaces de perdonarlo (es decir de entregarle a Minnie) serán los habitantes del pueblo, reunidos alrededor de la horca dispuesta para colgarlo.
En la nueva puesta, con la que esta ópera vuelve al Colón después de 16 años de ausencia, falta, en todo caso, un buceo más hondo en las características psicológicas de los personajes. Un elenco vocalmente correcto y bien elegido, teniendo en cuenta las posibilidades presupuestarias, flaqueó a la hora de hacer verosímiles sus movimientos en el escenario. Frecuentes corridas sin propósito, desplazamientos sin objetivos claros y la recurrencia al habitual catálogo de movimientos estandarizados entre solistas e integrantes del coro cuando quieren demostrar soltura en escena, minaron consistentemente la posibilidad de dar al relato un espesor algo mayor. Ni Olga Romanko, de buena voz aunque con un color excesivamente desparejo, ni Daniel Muñoz, de fraseo cuidadosopero forzado en los agudos, son grandes actores. Pero una marcación algo más detallada en ese aspecto hubiera ayudado a lograr que el drama trascendiera la belleza pictórica y encontrara la tridimensionalidad faltante.
En ese sentido resulta ejemplar la escena en la que Minnie se juega a las cartas, en una partida con el sheriff, el destino de Johnson. “Ninguno de nosotros es mejor que él. Si ganas, te quedas con su vida y conmigo. Si gano, lo dejas irse”, dice ella, mientras su amado yace en el suelo gravemente herido. Puede suponerse el esfuerzo de control que debe hacer el personaje para concentrarse en la partida y la ansiedad que posiblemente lo carcoma por no poder atenderlo y por no poder comprobar la seriedad de la herida. Puede suponerse, también, cuál debería ser su primera acción una vez que diga en voz alta su juego y se revele que ha ganado. Sin embargo, Minnie aparece más preocupada por festejar y acompañar hasta la puerta al sheriff que por acudir al lado de Johnson. No obstante, el clima de película de acción que prima en general y la convicción del resto del elenco hacen que La fanciulla del West no sólo no naufrague sino que fluya con considerable naturalidad. La orquesta, correcta a pesar de algunos desajustes y problemas de afinación en las filas de violas y cellos, estuvo conducida con conocimiento de estilo por parte de Perusso.

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