Sáb 03.08.2002

ESPECTáCULOS

El mundo de Ingmar Bergman, en una obra de compleja musicalidad

La versión teatral de “Sonata otoñal”, un film mítico del sueco, describe pasiones violentas, pero en un marco inevitablemente civilizado.

› Por Hilda Cabrera

Esta pieza de cámara y estructura circular –resuelta formalmente en diferentes planos para dar idea de la simultaneidad de las acciones en distintos espacios– guarda uno de los más desoladores reencuentros afectivos, el que puede darse entre una madre y una hija que no se ven desde hace años (aquí, exactamente siete), y por decisión de una y otra. Aquel deseo primero, casi instintivo, de padres e hijos, de cuidarse mutuamente, se ha roto demasiado tiempo atrás en Eva y su madre Charlotte, una concertista de piano que en alguna época fue famosa y que, al momento de elegir entre su carrera y el hogar, optó de modo tajante por su profesión. La razón de este encuentro es una carta que envió Eva a su madre, invitándola a pasar unos días en su casa. La acción transcurre en un paraje aislado al norte de Noruega, y en el otoño, como ilustra la imagen de una rama de hojas de tono ocre rojizo proyectada por un video al fondo del escenario. Casada con Viktor, un pastor protestante, Eva alberga consigo a su hermana menor, Helena, enferma desde muy joven de esclerosis múltiple, a la que cuida y a quien su madre supone internada, por lo que no cuenta con tener que verla.
La llegada de Charlotte, una mujer que parece huir obsesivamente de la enfermedad y el dolor, va a desencadenar una catarsis familiar, rito que Eva desea, sin acaso esperar por ello un posterior y demorado abrazo que la proteja. Esta transcripción escénica, muy cuidada en todos sus aspectos, se apunta sin embargo algunos tropiezos: el tono aniñado que Leonor Manso imprime en determinadas secuencias a su personaje de Charlotte, por ejemplo; la falta, aunque mínima, de un mayor ajuste en los tiempos entre escenas (que permitiría acentuar el ritmo cinematográfico que se insinúa en algunas secuencias); y la superabundancia de la primera persona (demasiados yo y también vos), innecesaria en la mayoría de los parlamentos. Los diálogos que se suscitan en esta obra no requieren de mayores énfasis. Basta con lo que se dice. La disgregación de la personalidad de Eva y la búsqueda de la propia reconstrucción quedan sobradamente expuestas en el trabajo de Virginia Innocenti, así como otras particularidades del carácter en Charlotte, esa extraña madre castradora que les teme tanto a las cuestiones cotidianas como al vacío existencial.
Porque, si bien se ha calificado al guión de Sonata otoñal como uno de los escritos menores de Bergman, es posible rastrear también en esta transcripción escénica realizada por el madrileño José Carlos Plaza ese vacío o preocupación metafísica. El pastor Viktor lo revela a su manera con ese pesimismo tan desesperado como estoico respecto de la vida y de la existencia de un dios. En esta pieza todos libran su combate: una luchacon los fantasmas propios y con aquello que cada uno cree haber perdido definitivamente.
Como en otros guiones del artista sueco, alguien se convierte en testigo de alguna catástrofe interior. En Sonata..., esa función se duplica. Un testigo es Viktor, quien carga con su condición de voyeur y el único ser al cual Eva puede considerar su amigo, y otro la postrada Helena, que recuerda, aun con sus diferencias, a la Alma Vogler de la película Persona y su voluntaria mudez.
Sonata... describe pasiones violentas, pero siempre dentro de un marco civilizado. Sus personajes se encuadran en un sector social burgués donde obsesiones y crueldades quedan encubiertas, salvo en situaciones límite, como la que sobreviene en esa larga noche del reencuentro entre madre e hija, que Bergman retrata con mirada crítica y ubica, en tanto atmósfera, en el límite entre el sueño y la vigilia. Es, si se quiere, el momento de un derrumbe personal, el de la madre, algo hastiada de su vida nómade, y de la hija treintañera, que perdió a su pequeño y único hijo en un accidente y cae en la melancolía. Estado que sólo abandona para cuidar de su hermana y atender a Viktor, y para deambular por el cementerio, creyendo percibir en esa experiencia el roce físico de su hijo.
En las horas que van de un atardecer a la mañana siguiente surgen, entre el insomnio y el alcohol, verdades nunca dichas antes. El tiempo, como tal, deja de existir ante la puesta en primer plano de rencores y miedos, e incluso de la necesidad de ternura de estas mujeres, que aquí protagonizan Innocenti y Manso, esta última convocada para el papel de Charlotte luego de que la actriz Cipe Lincovsky se viera obligada a abandonar su trabajo por enfermedad. Cabe recordar sobre este punto que, en la película del realizador sueco, la madre era interpretada por Ingrid Bergman y Eva por Liv Ullman, con quien Cipe actuó en una película sobre el tema de los desaparecidos, La amiga, bajo la dirección de Jeanine Meerapfel.
La adaptación escénica del español Plaza apunta a mostrar un cuadro de recriminaciones, pero también de debilidades y deseos de reconciliación de un grupo humano en situación de crisis. El vértigo que produce esta obra queda de manifiesto en la labor de Innocenti, apasionada si se la compara con la de Manso, más contenida, como requiere por lo demás su personaje. El Viktor de Bidonde es más que un voyeur, puesto que opina y descubre sus emociones, y la Helena que compone Verónica Del Vecchio conmueve con un trabajo revelador. Resultan adecuados el vestuario que diseñó Mariana Pérez Cigoj y el juego de luces y la escenografía creados por Tito Egurza.

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