ESPECTáCULOS
“La ciénaga” por tele, al terminar el domingo
La notable película de la salteña Lucrecia Martel, premiada por el Festival de Berlín, se verá esta noche por primera vez en televisión, al ser estrenada por la señal de cable Volver, como parte de los festejos por su octavo cumpleaños.
› Por Luciano Monteagudo
No pasó tanto tiempo desde que La ciénaga, la notable ópera prima de Lucrecia Martel, ganó uno de los premios de la Berlinale y a partir de ese momento se convirtió en una de las revelaciones del circuito de festivales internacionales, abriendo tras de sí todo un camino para buena parte del llamado “Nuevo cine argentino”, que el año pasado, en medio de la crisis, vivió una temporada paradójicamente pródiga. Al fin y al cabo, eso sucedió en febrero del 2001 y el estreno de La ciénaga en Buenos Aires fue apenas un mes después. Sin embargo, parece tan lejano ese momento y ese país, tan vertiginosamente transcurrió todo desde entonces, tan profunda fue la caída al abismo, que la exhibición especial de La ciénaga –hoy a las 22, por la señal de cable Volver, en estreno para la televisión– puede ayudar a recuperar en parte la noción del tiempo y, a la vez, a descubrir que muchas de las claves de lo que venía sucediendo (y sucedería) en la Argentina ya estaban latentes en la historia de esas dos familias salteñas unidas por la desgracia.
Si se trata de ganar en perspectiva, se puede decir que algo ya se estaba gestando hacia 1995 cuando apareció la primera camada de Historias Breves, un conjunto de cortometrajes dirigidos por gente muy joven, que anunciaba un importante y necesario cambio generacional en el cine argentino. Allí ya asomaba Martel, con el mejor corto del lote (el western feminista Rey muerto), pero también Bruno Stagnaro, Daniel Burman, Sandra Gugliotta, Ulises Rosell, Andrés Tambornino... Casi al mismo tiempo se conocía Rapado, de Martín Rejtman, y no tardaría en aparecer Pizza, birra, faso (1997), de Stagnaro y Adrián Caetano, seguida luego por Mundo grúa (1999), de Pablo Trapero, protagonizada por el entrañable Rulo Margani. Si había algo en común en todo este magma incandescente que de pronto sacudió al cine argentino no era tanto una misma mirada (que en algunos casos no podía ser más distinta), sino más bien una misma actitud: el cine como necesidad expresiva, como una búsqueda del tiempo presente, como un gesto de independencia no sólo frente a los negociados al uso en la era Mahárbiz sino también frente a todos los lastres formales que mantenían anquilosadas a la mayoría de las películas nacionales.
De alguna manera, ese nuevo cine argentino alcanzó su punto culminante con La ciénaga, un film excepcional en muchos sentidos, empezando por el hecho de que en él confluyen la autenticidad de registro y la complejidad de sentidos del nuevo cine con una factura técnica profesional de primer nivel. No hay que olvidar que detrás de La ciénaga está toda la experiencia de la productora Lita Stantic y que la película –sin resignar nada a cambio– tiene al frente del elenco no sólo a una figura que se hizo inmensamente popular en la televisión, como Mercedes Morán, sino también a Graciela Borges, la actriz emblemática del cine argentino, desde Torre Nilsson hasta Leonardo Favio.
Una y otra vez, en distintas entrevistas, aquí y en el extranjero, Martel (Salta, 1966) ha rehuido la tentación de ser ella quien oficiara de intérprete de su propia película. “No pretendo hacer ninguna abstracción sobre la realidad argentina, trabajé simplemente sobre gente que conozco”, señaló siempre con obstinada modestia. Es cierto, su film se resiste tanto a los reduccionismos como a los enunciados, a las declamaciones, pero no por ello deja de hacer evidente ciertos rasgos de conducta social, que tienen que ver con el atrofia de la clase media, con su particular uso del lenguaje, con el racismo larvado o manifiesto con que se expresa cotidianamente.
El comienzo del film es particularmente revelador en este sentido. Acompañada por un intranquilizador tintineo de copas y botellas de vino, Mecha (la Borges) avanza
dificultosamente, hablando sola, murmurando una queja o un reproche. Tropieza y se derrumba en un vaho de alcohol. Como señaló en su momento la crítica de Página/12, “no sólo cristales rotos quedan por el suelo: pareciera que con Mecha –a la que nadie a su alrededor está en condiciones de auxiliar– se derrumba también algo más, quizás una clase social, o tal vez una cierta idea de país. No hay nada simbólico en La ciénaga. Todo tiene una extraña, inquietante materialidad, una presencia física por momentos abrumadora. Y, sin embargo, no se puede dejar de advertir que en La ciénaga vibra una realidad aún más amplia que la del film, una percepción capaz de expresar –a partir de un grupo de personajes muy concretos– las tensiones profundas, subterráneas de una sociedad”.
Esas tensiones ahora parecen más evidentes que nunca. Como la paulatina inmovilidad en la que se va sumiendo Mecha, que habla de la situación específica del personaje pero que manifiesta también la de toda una generación y una clase social. ¿Y Tali, la pariente pobre de Mecha que compone Morán? Proveniente de una clase media más asumida, ella también parece anclada a una realidad que querría creer más simple de lo que en verdad es. Las heridas y cicatrices que marcan a muchos de los personajes también dan la impresión de adquirir ahora otro sentido. La misma Mecha, de pronto, insensiblemente bañada en sangre... Joaquín, su hijo menor, que ha perdido un ojo... El hijo mayor, José (Juan Cruz Bordeu), que vuelve de una bailanta con la nariz quebrada... Nadie parece exento de salir herido de la ciénaga, de la misma manera que nadie quedó ileso en la Argentina de hoy.
Es difícil saber qué sucederá con La ciénaga en televisión, porque todo en el film Martel pide a un espectador muy paciente con los tiempos, atento a los infinitos detalles (¿qué pasará con el sonido, tan trabajado en el cine?), dispuesto a internarse sin certezas en un momento determinado en la vida de sus personajes. La ciénaga es una obra ciertamente exigente, pero que compensa esa exigencia con la serena confianza de que ese mundo que construye no sólo no se desvanecerá al terminar la proyección, sino que, por el contrario, irá creciendo en la memoria, poco a poco, como una enredadera, de la misma manera que ciertos cuentos malignos de Silvina Ocampo. Y el desasosiego que provoca el final de La ciénaga es quizás hoy más perturbador que nunca, porque habla de un futuro trunco, de un dolor irreparable, que ahora todos, de una u otra manera, conocemos muy bien.