ESPECTáCULOS
› SE CUMPLEN 40 AÑOS DE LA MUERTE DE MARILYN MONROE
El mito del eterno retorno
Si la diva viviera, tendría hoy 76 años. Su figura permanece intacta, mientras siguen sumándose conjeturas a su extraño final.
› Por Fernando D´addario
La memoria colectiva tiene el poder de invocar imágenes en ausencia, y tanto el cine como la televisión o la fotografía son sólo cómplices imperfectos de ese privilegio. A 40 años de su muerte física, el cuerpo y el rostro de Marilyn Monroe permanecen intactos, pero la construcción permanente de su imagen pública influye sobre el pasado, pretende deformarlo y enriquecerlo. De eso se tratan los mitos, en definitiva.
Entonces, esa mujer es hoy una sumatoria de recuerdos y de olvidos, de datos irrefutables, fantasías, errores y mentiras, que van modelándola hasta asumir, con evidente vocación enciclopedista, el inabarcable universo de Marilyn. Lo único insobornable sigue siendo su imagen: nadie imaginaría hoy a la Monroe con 76 años, padeciendo el deterioro físico que modificó la perspectiva histórica con que se juzga a otras divas, como Greta Garbo o Liz Taylor. Marilyn, versión 2002, luce mejor que nunca, a salvo de vulgaridades terrenales como el reuma y la presión alta, y ajena a la tentación de canalizar su decadencia en la defensa de extrañas entidades filantrópicas.
La fábula conspirativa-novelesca construida alrededor de Marilyn es menos impactante en tanto prescinde de lo visual (su físico, sus gestos, sus poses de mujer en celo congelada por la cámara), pero resulta esencial a la supervivencia periodística, especialmente cuando los rigores de la efemérides invitan a desandar, una vez más, su vida. La máquina está en marcha, entonces. Marilyn: la estrella suicidada por el sistema. El producto envilecido de una industria cinematográfica sin escrúpulos ni piedad. La amante ilegal, asesinada por la CIA. O por la mafia. La mujer que luchó sola contra un mundo hostil y se entregó finalmente con la ayuda de un puñado de somníferos. La mujer perfecta, de la que –no obstante– se habría descubierto hace poco (acaso para acercarla al territorio de los mortales imperfectos) que nació con seis dedos en su pie izquierdo. La Marilyn que (como Morrison, Presley y Gardel) no murió, sino que, después de haber sido raptada por los hermanos Kennedy, vive como una humilde campesina en Australia. ¿Cuál de ellas prefiere? ¿Todas?
Lo cierto es que la victimización emotiva no alcanza. Tampoco la mirada pretendidamente imparcial de la prensa seria. En sus 36 años de vida, Marilyn ayudó (a veces muy a su pesar) a crear su apasionante novela póstuma. Su padre la abandonó. Su madre terminó en un instituto psiquiátrico. A los ocho años fue violada. Para colmo, fue portadora de una hermosura salvaje. Una belleza que develaba, también, talento y locura, en tanto rompía todos los lazos de lo razonable. Se movía con una suerte de sensualidad indiferente, y no hay método científico capaz de comprobar si se trataba de una virtud natural o del resultado de un paciente trabajo de orfebrería industrial de la Fox. Ella sabía que debía asumir su belleza como una asignación de poderes. Jugó con ellos, enfrentó los prejuicios previsibles (estaba en Estados Unidos, después de todo), un día quiso ser otra, pero no hubo retorno. Dicen que después de haber hecho explotar los cánones de la sexualidad permitida con películas como Los caballeros las prefieren rubias, Cómo pescar un millonario, renegó de Hollywood. Se fue a estudiar a Nueva York, nada menos que al prestigioso Actor’s Studio, plataforma para legitimarse entre los intelectuales. Declaró que soñaba con interpretar a la Grushenka de Los Hermanos Karamazov, pero la aristocracia cultural se burló de ella, como si fuese imposible consensuar las urgencias de la carne de Marilyn con el espíritu elevado de Dostoievski. Ingresó igual a ese ámbito prohibido, pero de otro modo: casándose con Arthur Miller.
Una extraña insatisfacción la envolvía. Es inabordable la naturaleza íntima del éxito. Podía decirse que Marilyn lo tenía todo: la dirigieron los mejores (Billy Wilder, Fritz Lang, Lawrence Olivier, John Huston); estaba en condiciones de elegir hombres, casas, joyas. Sin embargo, los difusos límites que median entre la realidad y su representación dibujaron los hechos del 5 de agosto de 1962: una sobredosis de somníferos, unteléfono blanco descolgado, una llamada que nunca llegó, dieron origen a la más fascinante de las leyendas americanas.
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