Mar 13.08.2002

ESPECTáCULOS

Una música revolucionaria y un intérprete capaz de iluminarla

A lo largo de 16 días Daniel Barenboim tocó las 32 sonatas de Beethoven. Pero, además, propició un ritual colectivo.

› Por Diego Fischerman

En 1783, una pequeña nota publicada en la Magazin der Musik, escrita por el corresponsal en Bonn, dice: “El pequeño Ludwig Van Beethoven, de 12 años, alumno del compositor Christian Gottlieb Neefe –el mismo un antiguo alumno de la Universidad de Leipzig– toca con gran habilidad el clave. Toca la mayor parte de El Clave bien Temperado de Johann Sebastian Bach, que el Señor Neefe ha puesto en sus manos. Quien conoce este conjunto de preludios y fugas a través de todas las tonalidades (y que podríamos llamar el non plus ultra) sabe lo que esto significa”. Para Ludwig van
Beethoven, desde chico, la música de Bach cumplía el papel que, unos años más tarde, Schumann definiría como “pan cotidiano”.
Daniel Barenboim, también pianista prodigio, tiene, en cambio, a Beethoven como “pan cotidiano. Como pie en tierra al que vuelvo siempre; después de períodos en que estoy casi exclusivamente interesado en un autor en particular (Debussy, Wagner, Brahms, Bruckner), regreso a Beethoven”, decía Barenboim a Página/12. El pianista mira a Beethoven que mira a Bach. Y el juego de emulaciones está lejos de ser irrelevante. Porque, sobre todo en las últimas de esa summa que representan las 32 sonatas que Beethoven escribió para piano, el sustrato bachiano, la idea de la fuga (para Beethoven más una elección ideológica que un recurso compositivo) que ronda (o que es rondada por) estas obras, aparece particularmente iluminada en las versiones de Barenboim, un pianista para el que, además, el sentido del gran relato resulta esencial.
Después de quince años de no hacerlo en público, el pianista tocó el ciclo completo de las 32 sonatas y lo hizo en Buenos Aires, reduciendo su cachet a menos de la cuarta parte de lo que cobraría en cualquier otra parte del mundo, en medio de una crisis económica sin precedentes y produciendo una especie de exitación colectiva (por lo menos en el medio cercano a la música clásica) que culminó, en el último de los ocho conciertos, con el público –que ocupaba cada rincón del Teatro Colón, incluyendo las sillas que se habían colocado sobre el escenario– vivándolo ininterrumpidamente durante casi quince minutos. Barenboim eligió, a lo largo del ciclo, no seguir el orden cronológico de composición sino armar cada concierto de manera que en cada uno de ellos estuviera presente la idea de progreso, incluyendo siempre sonatas de distintos períodos. No obstante, la primera obra fue la Sonata Nº 1 y la última la descomunal Op. 111. Entre una y otra, Daniel Barenboim, además de hacer ese viaje musical que dibuja gran parte de lo más importante del recorrido estético a lo largo del siglo XIX, dio una clase magistral para alumnos del Conservatorio Manuel de Falla, fue nombrado profesor honorario de la Universidad de Buenos Aires y, sobre todo, fue convirtiéndose en personaje de un ritual que excedió ampliamente la música o, por lo menos, demostró que la música es casi siempre inseparable (aunque la conexión esté enmascarada) de los rituales.
La frase con la que el músico agradeció el diploma y las palabras del rector de la Universidad, Jaim Etcheverry, cuando lo definió como “uno de los más altos exponentes de la cultura contemporánea”, hablaba precisamente de eso. “Tenemos que estar orgullosos de que en la Argentina la cultura esté siempre presente, pase lo que pase.” La ovación que siguió a cada uno de sus conciertos pero, también, la que lo recibió al salir al escenario en cada una de las oportunidades, tenía mucho de ese orgullo. Más precisamente, lo que se jugaba en esos interminables aplausos de miles de persona de pie era una suerte de gigantesca gratitud. Y es que era Barenboim el que permitía que ese orgullo saliera a flote en un momento en que no hay demasiados motivos para vanagloriarse. Barenboim, eventualmente, fue, durante esta visita a Buenos Aires, un músico y, también, un símbolo. Una carga que no es ajena, claro, a su imagen de pensador y humanista. Daniel Barenboim piensa que el aislamiento de larealidad, lejos de mejorar las posibilidades de interpretación musical, las empeora. “Los músicos están cada vez más aislados de la cultura, y la especialización lleva a saber más y más sobre menos y menos”, dijo en la Universidad. Enemigo de la rutina (“lo más importante de la música es su irrepetibilidad”, aseguró), Barenboim convirtió cada una de sus interpretaciones en una fuente de sorpresas. No porque hubiera allí ninguna clase de arbitrariedad sino justamente por lo contrario. El rigor textual (un rigor que no excluye la idea de interpretación) le permitió, en cada caso, dejar que Beethoven –y sus poderosas disrupciones– apareciera, todavía, como un revolucionario.

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