ESPECTáCULOS
› “CAJA NEGRA”, DE LUIS ORTEGA, CON DOLORES FONZI
Una tensión entre opuestos
Ficción y realidad, juventud y vejez, belleza y fealdad son los polos con que el hijo de Palito construye su primer largo, una experiencia valiosa. En “Señales”, Mel Gibson prueba que sólo se trata de creer o reventar.
› Por Luciano Monteagudo
Hay cierto encanto silvestre, una cierta inocencia en Caja negra que habla no sólo de los 21 años de su director, Luis Ortega (uno de los hijos de Palito), sino también de la libertad con que él y su equipo encararon el rodaje de este proyecto atípico, que cruza sin prejuicios procedimientos del cine de ficción con la inmediatez de mirada del documental. Rodado con una pequeña cámara digital en un par de cuadras del barrio de San Telmo, con un grupo de trabajo mínimo, Caja negra gira alrededor de tres únicos personajes: una chica llamada Dorotea (Dolores Fonzi), su padre (Eduardo Couget) y una anciana centenaria (Eugenia Bassi, que murió el año pasado a los 101 años). Tanto Couget como Bassi hacen básicamente de ellos mismos y se diría que allí, en la intersección de una actriz con quienes no lo son está el primer núcleo dramático de un film que casi no tiene argumento, ni pretende tenerlo.
Se sabe que el padre acaba de salir de prisión, que recorre las calles de la ciudad y que finalmente se aloja en dependencias del Ejército de Salvación, donde lleva adelante una rutina mínima hecha de horarios, comidas y salidas sin rumbo fijo. Por su parte, Dorotea trabaja como planchadora en una tintorería y cuida afectuosamente de la abuela, a la que acompaña todo el tiempo que puede. En algún momento, que no tarda en llegar, Dorotea se encontrará con su padre, pero eso no implica que se produzcan revelaciones sorprendentes, reproches ni cuestionamientos. Por el contrario, Dorotea y su padre parecen entenderse en sus prolongados silencios, en sus pequeños gestos, y la cámara de Ortega los registra con sensibilidad. Se diría que lo que más le interesa es capturar algo tan inasible como una tácita corriente de afecto, un momento de ternura, y que lo logra, más aún cuando Dorotea comparte una pizza, una canción o una siesta con la abuela, que no deja de recordar cuando ella también era joven.
Más allá de una visión idílica, casi abstracta del barrio (aunque no necesariamente estereotipada) y de una música que por momentos parece subrayar aquello que ya dice la imagen, Caja negra –un título enigmático, que se refiere quizás al alma de sus personajes– se maneja con un sistema de opuestos que viene a reemplazar la ausencia de una tensión narrativa. A la antinomia entre ficción y realidad, Caja negra le suma otras, como juventud-vejez, o belleza-fealdad. La cámara se detiene en la tersura de la piel de Fonzi y la contrasta con los surcos de vida que atraviesan las manos y el rostro de la abuela. O contrapone la silueta de muñeca de la actriz con el cuerpo contorsionado de quien interpreta a su padre. Contra lo que podría pensarse, no hay nada oscuro en el procedimiento. A diferencia del cine sombrío de Jorge Polaco, por ejemplo, que también se interroga por la naturaleza del cuerpo y de la carne, Caja negra es un film luminoso, bañado generalmente por la cálida luz del sol.
Cuesta, sin embargo, hablar de “film”. Caja negra es más un proyecto, un borrador, un experimento, un embrión. No se puede decir que se está frente a lo que habitualmente se considera “una película”. Pero no es difícil en cambio descubrir que, en más de un plano, vibra allí algo menos frecuente, llamado cine.