ESPECTáCULOS
› “NADA ES IMPOSIBLE”, DEL DEBUTANTE LIND LAGERLöF
“The Full Monty”, a la sueca
› Por Luciano Monteagudo
El destino a veces fija sus propias reglas. El bueno de Reine (Björn Kjellman) se sabe un actor carismático, la estrella de la compañía, pero desprecia el vaudeville con enredos de alcoba que protagoniza y con el que llena todas las noches una sala céntrica de Estocolmo. Tanto y tan alto proclama su desprecio que una noche en la que amenaza con su renuncia se la aceptan, así, sin más. De la noche a la mañana, Reine pasa a engrosar fugazmente la fila de los desocupados (que en Suecia no parece demasiado gruesa, por cierto) y no le queda más remedio que aceptar un empleo que nadie más quiere: encargado de recreación de una prisión de máxima seguridad. Se supone que tiene que cumplir simplemente una rutina y proveer a los presos de cartas y bolas de billar, pero Reine, claro, es un artista y no puede dominar sus impulsos. Lo primero que se le ocurre al ver el salón de actos del presidio es que allí se puede ensayar una pieza teatral. Y él tiene la que hace falta, una obra llamada Los salvajes, que piensa poner en escena con un puñado de convictos. Antes, por supuesto, tendrá que convencerlos; y no sólo a ellos, sino también a las autoridades, que miran la propuesta con desconfianza y escepticismo.
El cine sueco, se sabe, hace medio siglo que vive bajo la sombra enorme, omnipresente de Ingmar Bergman, una sombra que –devaluada– ha prolongado el cine de qualité de Bille August. Cíclicamente, ha habido intentos por sacudirse el peso de esa figura paterna, que con su rigor luterano y sus conflictos metafísicos ha fijado una cota demasiado alta. En otros tiempos, fueron Vilgot Sjöman y Bo Widerberg los impulsores de una renovación. Hoy, por un lado, está el cine joven, sensible, desprejuiciado de Lukas Moodyson, que con Fucking Amal (Despertando al amor fue el título de estreno local) ganó la consideración del circuito de festivales internacionales. Y por el otro, apareció esta película del debutante Daniel Lind Lagerlöf, que se convirtió en un enorme éxito de público en Suecia, siguiendo el modelo de cierto cine británico reciente, de carácter social y popular.
Ese modelo no es precisamente el del cine militante de Ken Loach, o el crudo retrato proletario de Mike Leigh, sino más bien la vertiente ligera que ensayaron películas tan accesibles como The Full Monty, de Peter Cattaneo, y Tocando el viento, de Mark Hermann. En una, había un cordial grupo de desocupados que se animaban a preparar un número de strip tease; en la otra las víctimas de la flexibilización laboral del thatcherismo reivindicaban su espíritu solidario sacando adelante la tradicional brass band del pueblo. Como en esos ejemplos, Nada es imposible propone también a una camarilla de hombres rudos pero queribles, dispuestos a vencer prejuicios propios y ajenos para encontrar la dignidad perdida arriba de un escenario.
Sin pretender ocultar esta fórmula, la ópera prima de Lagerlöf (Estocolmo, 1969) tiene la modesta virtud de llevar adelante su tema sin golpes bajos ni demagogias de guión, confiando básicamente en la capacidad de sus actores –es legendaria la calidad de los suecos– para dar una auténtica carnadura a personajes que, de otra manera, podrían haber caídoen el estereotipo. La formación televisiva del director quizá se nota demasiado en un film que no asume ningún riesgo, pero que no chantajea sentimentalmente al espectador y que, por lo tanto, se deja ver mansamente, con agrado.